Capítulo 7 "El sombrerudo"

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—¡Lo que me faltaba! —exclamo golpeándose las piernas.

Dalila no quería mojarse así que decidió cruzar la calle empedrada de no más de cuatro metros de ancho, para llegar hasta una esquina con un tejado de lámina y barrotes. De la nada, y en su distracción, aprecio una camioneta grande que se frenó abruptamente frente a ella, por un segundo se quedó allí, pasmada del susto, y se dio cuenta que había estado a punto de ser arrollada en el momento más extraño de su vida.

Era un conductor con tejana, fue lo que más noto: se movió y manoteo dentro del mueble, luego medio se asomó y le grito tres segundos después —¡Muévase!—. Ella, por reflejo, golpeo con sus pequeñas manos el cofre del enorme mastodonte sin causarle mayor daño que al de ella misma. El claxon sonó con fuerza para que se moviera, y anduvo, pero el conducto no se fue sin antes gritarle, sin pena y con un ligero acento norteño:

—¡Enséñese a cruzar la calle, bruta!

A lo que ella respondió con más rabia y en un grito:

—¡Y usted póngale semáforos a su estúpido pueblo y enséñese a manejar, IDIOTA!

Y aquel hombre replicó por que no era de pocas palabras:

—¡Aparte de borracha, CHIVA LOCA!

Ella no pudo verle bien, las ventanillas estaban por encima de los hombros del hombre, pero el insulto la enfureció aun más y fue tal su coraje que al oírle gritarle a si, tan a la ligera, tomo la primera piedra que vio en el suelo, con tanta suerte que no era pequeña, y sin pensarlo, se la arrojo con tal puntería que le rompió una de las luces traseras. La camioneta se detuvo en un frenesí que hasta el agua y las piedritas repicaron contra el pantalón de mi descontrolada amiga.

En ese momento se asustó, cuestionándose en el acto lo que había hecho, luego de un salto corrió hasta el techado, pensó en huir pero se contuvo, y se dijo para sí, tomando coraje de lo más profundo de su desventurado ser, que no sabía a dónde iba.

—¡Lo voy a enfrentar! ¡Ya me canse de que me insulten! —tomo coraje.

Entonces vio que aquel hombre que se bajaba de su camioneta —era grande— y estaba muy enfadado, azoto la puerta tras de él con una sola mano, a tal energía que ella sintió una intensa ola de furia bajo sus pies, que la hizo estremecer y saltar un leve brinquito de miedo. Luego observo mejor lo grande que era desde la curvatura de sus hombros, y que su rostro era de un perfil recto levemente redondeado con unos labios rosados y aparentemente pequeños. Su mirada expresiva era enmarcada por unas cejas negras perfiladas —un hombre atractivo cargado de clichés masculinos—. El ademan de investida le pronuncio su aterciopelado pecho, que estaba expuesto por dos botones mal sujetados de su camisa a cuadros negros con blanco. Ella pensó que era como una especie de estatua griega, sacado de una revista de colección con estampas a su alrededor: que debía haber sido vestido por una adolescente precoz, como a un vaquero extranjero: con todo y texana color crema que le ensombrecía sus delineadas cejas, pero no los pómulos apretados por el coraje hasta las líneas musculares de su estilisado cuello. El resto de su piel expuesta eran sus bíceps, que parecían unas bronceadas rocas de cuarzo rosa expuestas sol. Y una piernas largas sostenidas por unas caderas gruesas que se veían muy bien en baqueros.

Aquella aparición exótica, pensó mi amiga: había tomado vida para ir en contra de ella con fiereza. Por segundos no escucho lo aquél le decía, estaba aturdida por la belleza poética y pletórica del hombre que parecía irreal. A ella esa frivolidades visuales nunca la habían asaltado con los hombres, esas bestias con testosterona no figuraban en sus pensamientos más cercanos ni llamaban su atención, es más —no existían ante ella—, pues desde muy niña supo que los hombres eran enemigos y al enemigo solo se le mira con desprecio. Con Johnny esas analogías las paso por alto su sexto sentido, porqué desde luego al conocerse tan jóvenes, con él, la relación nunca fue sexual, sino más bien fraternal. Algo que recordaba con ápice de desagrado pues le resultaba enfermizo cuando lo pensaba así. Aquella exaltación inexplicable se le pasó a los pocos segundos de escuchar hablar al hombre, su ojo crítico feminista comprendió que solo era uno más del montón, y pronto se le paso la sorpresa pareciéndole solo un hombre violento, grosero y arrogante. Él por su parte lo noto, pero no se sorprendió, era un efecto tan común que causaba en las mujeres, que ya no le importaba.

Flor Sin NombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora