Capítulo 38: Oscuridad

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Sin embargo, pese a todo el revuelo que Astrid y Swend habían causado, Nurcuam no se detuvo. Continuó aproximando el filo punzante del Rubí de la Lágrima del Hada a la esfera verdosa de la Esencia, sin titubear ni dudar en ningún momento. Su rostro era inexpresivo; sus ojos, dos pozos negros en los que perderse sin remedio.

- ¡NURCUAM!- gritó Astrid, con toda la fuerza de sus pulmones, tratando de llamar su atención.

El rugido de la nube de oscuridad que giraba en torno a Nurcuam ahogó sus palabras. Además, él no parecía capaz de oírla. Daba la sensación de estar hechizado o poseído por una fuerza mayor, por algo muy poderoso, antiguo y sediento de poder...

Swend corcoveó y, sin dudar, corrió a apartar a Nurcuam de la Esencia. Pero Astrid se interpuso entre él y el Oscuro.

- ¡Astrid, aparta de ahí!

- ¡No! ¡No es la solución! ¡Saca el demonio de su interior!

El rey miró a Astrid, desesperada, con el pelo greñudo revoloteando furiosamente a su alrededor y los ojos grises destellando a causa de la brutalidad de la situación. Al ciervo le pareció absurdo lo que la norteña le pedía: ¿cómo iba a poder sacar un demonio del cuerpo de Nurcuam, si allí no había más demonio que el malvado en persona? No tenía sentido.

Y, sin embargo, Astrid no dudaba al decirlo. Su voz no tembló ni un ápice cuando volvió a hablar:

- Yo haré que vuelva, y tú sacarás al demonio que lo ha poseído. Es la única opción.

Swend asintió, pues entendió que la norteña sabía de lo que hablaba. Una pieza del puzle acababa de encajar... Lo que le contó ella tiempo atrás, en la enfermería del refugio, ahora cobraba sentido para él. Pasó por alto el hecho de que lo había tuteado y volvió a asentir, esta vez más convencido.

Astrid inclinó la cabeza y trató de llegar hasta Nurcuam. El torbellino de oscuridad giraba con mucha fuerza, y le resultaba muy difícil avanzar. En un punto, la negrura se tornó tan densa que creyó que no volvería a ver luz en el mundo.

Estaba sola, desamparada, perdida en un mundo de tinieblas infinitas. Nadie iba a ayudarla a salir de allí, porque ella no le importaba a nadie en aquella realidad remota y hostil.

Frío, miedo, odio.

Los peores recuerdos de su infancia la asaltaron sin piedad.

Unas garras, unos colmillos, su madre muerta sin remedio.

Su prima, con los ojos amarillos, rugiendo y mostrando una anómala dentadura afilada.

Ella corriendo para salvar la vida.

Y, luego, su prima llorando por no saber qué estaba haciendo. Por no poder controlar lo que sucedía.

Ella sin perdonarla, haciendo gala de su cabezonería.

Y, de nuevo, frío, miedo y odio.

Las tinieblas la asfixiaban.

Se hundía en un sopor eterno. Era como morir en la nieve: un sueño dulce y eterno, una falsa promesa de un despertar bajo la clara luz del día. Cada vez era más difícil resistirse al sueño.

Astrid gritó y se debatió, tratando de ser libre.

- ¡Maldita sea! ¡Al igual que hay oscuridad en ti, también hay luz! ¡Nurcuam, suéltame! ¡SUÉLTAME!

Su voz era como el canto de un pajarito en mitad de un furioso vendaval. Él no iba a hacer nada por ella, porque no podía. Y la oscuridad era impenetrable, densa y asfixiante.

- Otra vez tendré que ser yo mi propio maldito héroe.

Para vencer al torbellino de oscuridad, se forzó a pensar en los momentos que había vivido con él tiempo atrás, en Heênim, cuando eran niños. Y aquellos recuerdos, colmados de luz y alegría, lograron disipar la oscuridad y abrir un estrecho camino hasta el altar.

La Llamada del BosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora