La espía

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Buenaaaaaaaas. Hoy traigo un capítulo cortico, creo que es el más corto que he escrito hasta ahora. Es también el penúltimo capítulo que transcurre en el verano, pronto empezaremos a hablar de hojas caducas, lluvia y hongos.

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Vivir en el segundo piso de esa mansión tenía beneficios inesperados. Eso fue lo Costa Rica descubrió un día en el que decidió no hacer la siesta. Sus aposentos daban al patio trasero. Desde esa altura podía vislumbrar el prado virgen, los sembradíos, los pueblos que había en la zona y, más allá, las imponentes montañas azuladas que conformaban la Sierra de Madrid. Eran un muro de contención que la hacían sentir segura y en paz: pocos ejércitos se atreverían a subirla y los temerarios que se aventaran serían rápidamente abatidos.

No había nada que temer.

Sin embargo, lo más interesante estaba justo a sus pies, pues a través de la ventana podía observar y analizar toda la actividad que pasaba en ese lado de la casa, y que era especialmente curiosa en esa hora en la que todos pensaban que los niños dormían. Era el único momento del día en el que sirvientes y amos bajaban su mascara y mostraban sus verdaderos colores.

Sabía que estaba mal observar, mas se sentía la espectadora estelar de la existencia intima de los habitantes de ese palacio en un mundo donde las apariencias lo eran todo.

En muchas ocasiones eran eventos triviales como cuando los hermanos italianos tendían y doblaban la ropa al Sol. Para pasar los minutos, la mayor parte del tiempo hablaban en un lenguaje incompresible para la niña, incluso se diría que, a veces, cada uno hablaba en su propio idioma, seguro que el otro lo entendería. Algunas tardes peleaban, y se trataban a los gritos, pero nunca se herían de verdad. Quien los observara se percataría de que, en esos momentos, había una muralla invisible entre ellos y el resto de las personas de la casa. Un mundo que solo habitaban ellos.

Algunas tardes, quien hacía esa labor era la sirvienta adolescente, sorprendentemente acompañada por Cuba. Realmente, su hermano no hacía gran cosa: solo se colgaba los pedazos de tela en los brazos y se los tendía a su compañera cuando había terminado de extender la anterior sabana en el tendedero.

Sin embargo, la chica no debía opinar lo mismo, pues en todo momento le sonreía y reía cada una de sus bromas, luego le respondía y él le contestaba con su risa de hombre en pleno proceso de formación.

No obstante, las tardes que Costa Rica esperaba con más expectación eran las que su padre y Don Austria compartían su amor en el frondoso patio. La pareja aparecía agarrada de la mano, y caminaba hablando en susurros hasta que escogían un sitio donde sentarse. Para no ensuciar la ropa, uno de ellos solía llevar un mantel en el que relajarse o, en el peor de los casos, se acostaban sobre las ligeras chaquetas que ya cargaban por el fresco que provenía de las montañas.

En esa hora nadie osaba entrar al patio, ni interrumpirlos y la colonia intuía que no era casualidad.

La niña no comprendía la conversación, mas no lo necesitaba, dada la risa liviana de los adultos en conjunto con el murmullo de besos la hipnotizaba y animaba a partes iguales. No era la hija favorita, pero sabía más de su padre que los propios virreinatos. Estaba segura de que sus hermanos jamás habían visto a su progenitor así y ese conocimiento la hacia sentir poderosa e inalcanzable.

Sin embargo, todo ese conocimiento no le sirvió para entender por qué Salvador y Honduras saltaron la verja que separaba la casa del mundo exterior, ni evitó las consecuencias que su temeridad trajo.

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