V

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Lo primero que advierten sus ojos al despertar es el mismo resplandor dorado con el que se hubo dormido.

   Eso, y el frío que cala sus huesos.

   Apenas se sienta en la cama e intenta orientarse cuando se escuchan golpes de nudillos contra la puerta de su cuarto.

   —Adelante... —murmura, aún no del todo despierta.

   Se trata de la misma muchacha que la hubo guiado hasta el castillo, quien ahora ingresa a su recámara y cierra la puerta tras de sí con cuidado.

   —Buenos días —saluda con el mismo tono lacónico que Eleven recuerda del día anterior, su rostro imperturbable—. Estoy aquí para comentarte algunas cuestiones en nombre de nuestro señor.

   Eleven no dice nada —¿qué podría decir ante eso?— y la muchacha toma su silencio como un aliciente para continuar:

   —Tienes libertad absoluta en todo el castillo y fuera de este. Nada ni nadie supondrá una amenaza para ti. Por otro lado, la única condición de nuestro señor ya ha sido establecida: ¿puede esperar tu presencia en el almuerzo? —Eleven asiente—. Excelente. —Por su tono impasible, no parece que sea «excelente» (ni siquiera «bueno», a decir verdad)—. Ahora, ¿querrías que te enseñase el resto del castillo? Faltan aún cuarenta minutos para el almuerzo.

   Ella traga saliva y niega con la cabeza.

   —En realidad..., preferiría darme un baño.

   —¿Necesitas ayuda?

   La pregunta la toma por sorpresa, mas ve en su expresión que no le está tomando el pelo —o tal vez sí, no podría saberlo, no realmente— así que opta por responder con seriedad:

   —No, yo... Yo me las arreglaré.

   La muchacha asiente.

   —Estaré aquí en treinta y cinco minutos para llevarte al comedor.

   Sin decir más, se retira, cerrando la puerta tras sí. Eleven, por su parte, se levanta de la cama y se dispone a prepararse.

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El baño es igual o más lujoso que su habitación: además de lo básico —un inodoro, un lavabo con su respectivo espejo y la cabina de ducha más amplia que ha visto en su vida—, Eleven descubre, al atravesar un arco de piedra, una bañera de un blanco inmaculado empotrada en una suerte de pedestal de piedra iluminada por el resplandor dorado que se cuela a través de los enormes ventanales.

   Trémula aún debido al frío que se hubo apoderado de ella mientras dormía, sin embargo, no tiene paciencia para esperar a que se llene, razón por la que se decide por desvestirse raudamente y darse una ducha: el agua caliente relaja sus músculos y le roba unos cuantos suspiros de alivio.

   Cuando emerge del baño envuelta en una toalla —cortesía, también, de Henry, aparentemente—, ignora por completo el armario y su contenido —ya se fijará luego en él—: opta, mejor, por los mismos vaqueros que ha llevado el día anterior y un suéter azul que retira de su bolso.

   Apenas termina de vestirse oye los golpes en la puerta: es hora de irse.

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Esta vez no le parece que camine tanto: su guía y ella arriban enseguida a las escaleras y, una vez que las han descendido, recorren el trayecto restante en unos pocos minutos.

   Apenas Eleven atraviesa las puertas del comedor, la muchacha se retira en silencio. No le presta mucha atención: no siente que pueda fijarse en nada más que en Henry, sentado a la cabecera de la larga mesa con un atuendo oscuro similar al del día anterior.

Cuatro semillasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora