XVIII

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Esa noche, Eleven acude junto a él. No le sorprende encontrarlo sentado en su cama, sus hombros relajados, su cabeza ladeada y una sonrisa gentil en su rostro.

   Es Henry quien la espera, quien la ha esperado todo este tiempo, y no hace el menor intento por fingir que no es así.

   Y, pese a ello, Eleven no siente que posea ninguna ventaja frente a él.

   —Has venido. —La suavidad de su voz es una promesa.

   —He venido —acepta ella mientras cierra la puerta tras sí. Los ojos de Henry se posan por un segundo en su mano sobre el picaporte—. Me lo pediste.

   —Hm, estoy bastante seguro de que solo impliqué que eras libre de venir... si eso es lo que deseabas.

   Eleven le ofrece una sonrisa que —espera— transmita algo de la serenidad que él entero despide en este momento y da un paso hacia él. Y otro.

   Todos los pasos necesarios hasta encontrarse justo frente a él, sus ojos prácticamente a la misma altura.

   —Y eso es lo que deseo.

   No es un susurro, no es un secreto manchado por la vergüenza ni una petición.

   Es una sencilla admisión, de una persona a otra.

   Como cadenas de las que nunca desea soltarse, los brazos de Henry la rodean y tiran de ella para acercarla a él...

   Y Eleven se deja ir, lista para ahogarse en él.

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Pese a que el solo roce de sus labios contra los suyos la enciende de una manera que no alcanza a describir, Henry se rehúsa a darle lo que desea sin antes hacerla trabajar por ello. Es así que, en lugar de despojarla de sus ropajes y hacerlo de una vez, él rechaza cualquier prisa.

   ...

   Eleven nunca fue tan dolorosamente consciente de la cantidad de tiempo que tarda un botón en atravesar el ojal de una camisa.

   Y Henry, lejos de impacientarse, tan solo le sonríe y observa sus mejillas sonrosadas con una expresión tan hambrienta como divertida.

   —¿Sabes? —le dice de pronto, como si estuviesen sentados tomando el té y no camino a entregarse el uno al otro—. Estuve pensando... y creo que deseo hacer las cosas a mi manera.

   Un botón menos. Eleven siente que sus labios tiemblan, que toda ella tiembla con anticipación, mas aun así se las arregla para murmurar:

   —¿Cuándo... no has hecho las cosas a tu manera?

   Henry ríe juvenilmente por un momento y luego vuelve a mirarla.

   —Exacto, Eleven. —Otro botón desabrochado—. ¿Te desagrada mi idea?

   Ella siente que podría caer de rodillas allí mismo. Henry parece notarlo, y pausa sus —ya de por sí lentas— manos para luego colar un dedo entre la camisa semiabierta y palpar, apenas, la superficie plana de su estómago...

   Y eso, eso que la envía al suelo con un quejido.

   —Oh, cielos —musita Henry con expresión extremadamente inocente, llevando sus largos dedos a posarse sobre sus labios—. ¿Estás bien?

   Pero ella no puede más. Trémula aún, levanta la vista.

   —Haré lo que quieras.

   La expresión «preocupada» de Henry muta al instante a una más que pagada de sí misma.

   —Eso es lo que me gusta oír. Si ese es el caso...

Cuatro semillasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora