Lynnette
—¿Se puede saber qué demonios te he hecho yo? —pregunté en cuanto descolgó el teléfono.
—¿Disculpa? —replicó Amber. Su voz sonaba seria.
Resoplé.
—Le has dicho a Kenai que trabajaba en la asociación, ¿por qué? —espeté. Odié que necesitara contexto. No lo había necesitado cuando decidió actuar a mis espaldas y decirle a Kenai dónde trabajaba.
—No grites —espetó Trisha desde el sofá. Le lancé una mirada furibunda, aunque con las gafas de sol puestas no sabía si se había dado cuenta o pasaba de mí. Se despertó hace una hora con una resaca monumental y llevaba quejándose desde entonces de que la luz del apartamento era una mierda porque por su culpa no dejaba de palpitarle la cabeza.
Tomé aire buscando una pizca de cordura entre tanto descontrol. Me sentía un león enjaulado y famélico a quien ponen la comida a dos metros de su celda. Iris y Trisha habían decidido quedarse a escuchar la conversación como las buenas marujas que eran y no estaban ayudando.
—Yo no he dicho nada, Lynnette.
Puse los ojos en blanco armándome de una paciencia que no tenía.
—Si tú no fuiste, ¿entonces quién demonios...?
—He sido yo —saltó Iris de repente. Giré la cabeza tan rápido que por poco me disloco el cuello.
Por un momento, me quedé mirándola. Llegué a creer que mi cerebro me había traicionado e imaginaba mentiras. Pero Iris tenía la cabeza gacha y se pellizcaba los dedos.
—Luego te llamo —avisé a la otra línea, demasiado dolida como para pedirle perdón a Amber.
Por lo general, mis suposiciones eran acertadas. Instinto lo llamaban. A veces, intuición. No solía equivocarme, pero cuando lo hacía, era incapaz de disculparme. Perdonar suponía admitir que lo habías hecho mal; decir que te equivocaste implicaba que eras una estúpida. Odiaba sentirme estúpida.
Pero todavía fastidiaba más haberme abierto a Iris sobre Kenai y que ella hubiera usado esa información contra mí.
Dejé caer el brazo, aun con el teléfono en la mano y la miré. No había levantado la cabeza y me disgustaba que no fuera capaz de alzar la vista. Hace años, eso me habría complacido. Esa posición de poder, de control. Ahora mismo, solo quería que Iris me dijera que era mentira, una broma de mal gusto. Me dolió que me tuviera miedo, pero era la imagen que me había creado yo solita. Alguien que mordía en la yugular cuando menos te lo esperabas.
Ahora tocaba apechugar con las consecuencias.
—¿Por qué lo has hecho? —pregunté en un hilo de voz.
ESTÁS LEYENDO
El arte de amar entre cenizas
Genç KurguLynnette tiene una cosa clara en la vida: no volverá a caer dos veces en la misma piedra. Sobre todo, si esa piedra es pelirroja, con pecas que incitan al pecado y ojos que te desarman por completo. Kenai es cosa del pasado. Lo odia. Es esa basuril...