𝐕𝐈

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𝐂𝐎𝐋𝐃 𝐇𝐀𝐍𝐃𝐒

Memo bostezó profundamente al sentir los primeros rayos de sol acariciando su rostro, desprovistos de cualquier magia. El día anterior había sido un torbellino de emociones extrañas, dejándolo con un revoltijo en la cabeza y un nudo en el estómago.

Su brújula moral se desvanecía en un mar de confusión, mientras la noche se convertía en un tormento de reflexiones sobre lo correcto. El timbre sonó, y soltó un quejido al aire.

—¿Ahora qué? —masculló mientras se levantaba y se envolvía en una bata.

Para su sorpresa (o quizás no tanto), tras la puerta estaba Ronaldo. Una sonrisa tímida adornaba su rostro mientras sostenía un pastel con ambas manos.

—Hola... —susurró apenas.

—Hola —respondió Memo adormecido, rascándose la nuca.

Era extrañamente peculiar. Tras haber hecho las paces después de gritarse hasta los pecados que seguramente los vecinos escucharon, habían pasado la noche hablando de mil cosas, desde películas hasta política. Cristiano incluso le había enseñado un poco de portugués, aunque Memo lo hablara como un pato. Sin embargo, no abordaron el verdadero problema, solo se despidieron. Para aclarar las cosas, decidió invitar al otro omega a desayunar (o más bien a hacer el desayuno).

—Escucha... —Cristiano movía los dedos ansiosamente—. Empezamos con el pie izquierdo, y es mi culpa por las amenazas y todo eso...

—Sí —afirmó Memo de inmediato, con una expresión neutral.

—El asunto es que lo siento, ¿sabes? Ayer no quise aceptarlo, pero me comporté muy mal. Lamento de verdad lo de tu foto, y-y no soy así, solo estoy alterado por saber que mi esposo se va a casar con otro, y las hormonas del embarazo no ayudan...

Sabía que Cristiano aún no había terminado de hablar, pero su mente no captó nada más allá de "embarazo". Aún tenía ese problema. Un niño complicaría todo; Lionel, como cualquier alfa, favorecería al omega que le dio hijos. Eso sería horrible. Memo había sido niñero casi toda su adolescencia y adoraba a los niños, pero no se veía capaz de cuidar o respetar a uno que sabía que era de otra pareja.

No quería parecer una madrastra de telenovela mexicana.

—Pero entonces pasé por la pastelería y lo vi, y dije: "Lo necesito". Si no nos lo comemos, seguramente lo tiraremos, pero igual nos sirve...

—Cris —lo interrumpió Memo cuando lo volvió a escuchar—. También lo siento.

—¿De verdad? —los ojos castaños de Cristiano brillaron—. ¿Sientes haber... acostado con mi esposo?

—Sí... ¡no! —comenzó a negar—. Mejor pasa, hablamos adentro.

—Oh, bien.

Ambos entraron de nuevo al apartamento, y el mexicano se dirigió a la cocina seguido del pelinegro. Sacó un par de cosas de la alacena y dijo:

—¿Ya desayunaste?

—Me invitaste a hacerlo...

—¿No? Genial.

Empezó llenando una pequeña olla con agua sobre la estufa y luego agregó dos jitomates. Pasados unos tres minutos, añadió chiles guajillo. Se dirigió al otro lado de la estufa para poner una sartén con aceite, y cuando estuvo caliente, preparó un par de huevos estrellados, uno por uno.

Pronto se dio cuenta de la mirada sobre él, así que se giró. Cristiano observaba cada uno de sus movimientos con atención, como si presenciara un acto de magia. Sonrió levemente.

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