Definitivamente había cosas que no podía permitir. Su mujer, a la que había amado desde que se conocieron en el primer año de carrera, le había dejado. La rabia le corroía y le incapacitaba para mirar en su interior y darse cuenta de que la culpa podría ser solo suya. No era culpa suya, no podía serlo. Había sido un buen marido, pero ella no le había sabido valorar. Demasiada gente había tenido que dar su opinión en sus problemas matrimoniales e influenciar a su querida y amada esposa. Ella se había dejado llevar por aquellos que solo habían buscado destrozarles como pareja. Estaba seguro de que su mujer aún le quería.
Todos tenían la culpa. Cada una de aquellas arpías que se habían acercado a su amada, fingiendo amistad y preocupación por ella. Cada uno de los vecinos que, muertos de envidia por su felicidad, habían arrojado a sus esposas o novias para manipular a su dulce amor. Y ese sacerdote de la iglesia del pueblo que la había escuchado en confesión y la había aconsejado ir a ver a una psicóloga amiga suya. No comprendía cómo un hombre de Dios podía tomar parte en algo tan macabro como destruir un matrimonio consolidado. Seguramente que, de entre todos los que habían engañado a su esposa, el que más le cabreaba era el sacerdote. Seguro que buscaba que se rompiese el matrimonio para acercarse a su preciosa mujer. Estaba convencido de que pensaba conquistarla pues no veía otro motivo por el que un sacerdote pudiese azuzar a una feligresa a abandonar la buena senda marcada por el Señor en sus escrituras. El matrimonio era un sacramento sagrado y ese cura de pacotilla la había empujado a romper sus votos pidiendo el divorcio cuando debió ayudarles a subsanar esos problemas inventados y promovidos por los demás.
Sin embargo, él no pensaba quedarse de brazos cruzados. Estaba seguro de que, en cuanto esa escoria humana desapareciese, su mujer se vería liberada de aquellos erráticos pensamientos y recordaría cuánto le quería. Por eso iba a hacerles desaparecer uno a uno.
Sonrió al pensar en ese sacerdote. Con él sería especialmente vengativo pues era con el que jamás pensó que tendría que medir su hombría. Los demás no eran tan relevantes como ese cura. A él le haría sufrir, volverse loco. No tenía prisa, quería disfrutarlo.
Cogió papel y recortó algunas letras del periódico que había comprado aquella mañana y de alguna de las revistas de la que ahora era su exmujer. Tenía que escribirle un mensaje claro, a la par que conciso. Se lo haría llegar y se sentaría a observar lo que ocurría. Se lo iba a pasar como un niño pequeño viendo cómo ese sacerdote descarriado se moría de miedo y angustia.
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El Hombre de Negro
Romance--Serie Clerimen I-- Mario es un sencillo sacerdote de pueblo al que un loco convierte en el centro de sus problemas, comenzando a amenazarle y a asesinar vecinos para hacerle daño. Valeria, una inspectora de homicidios, es enviada al pueblo a atrap...