De nuevo aparcó frente a la casa parroquial del pueblo de Manuel. Estaba demasiado eufórico como para pararse a pensar en cómo iba a confesarse con su amigo cuando este vería al momento que no había ni una pizca de remordimiento en su mente. Iba a ser un problema, sin duda. Comenzó llamando a la puerta y, tras esperar durante varios minutos, cayó en la cuenta de que era más tarde de lo habitual por lo que Manuel ya no estaría en casa. Se alejó caminando y se acercó a la pequeña iglesia del pueblo. Estaba abierta, lo que indicaba que el sacerdote debía estar dentro.
Entró lentamente, acostumbrando sus ojos a la oscuridad interior. La puerta de la sacristía, al fondo, estaba entornada y le permitía ver que estaba la luz apagada. Quizá Manuel había salido a hacer algún recado. Decidió esperar, seguro de que no tardaría en regresar. Sin embargo, un ruido cercano le hizo girar la cabeza para ver a una mujer entrada en años salir del confesionario. Estaba claro que su amigo estaba en horas de confesión.
Sin pensarlo mucho se arrodilló en el confesionario, dispuesto a abrir su mente y su corazón a Dios con Manuel como intermediario.
— Ave María Purísima —comenzó Mario.
— Sin pecado concebida —contestó Manuel calmadamente al reconocer la presencia de un feligrés.
— Padre, necesito confesión. He roto mi voto de castidad —soltó Mario a bocajarro sabiendo que a su amigo no le cabría duda de quién estaba al otro lado del opaco enrejado de madera.
— ¿Mario? —preguntó su amigo, abriendo la puerta y saliendo al exterior para asegurarse de no estar confundido. El aludido se limitó a ponerse de pie sabiendo que no necesitaba contestar. En cuanto Manuel le vio, echó una ojeada en derredor para asegurarse de que no había nadie más en la iglesia, como así era, y le cogió del brazo para tirar de él—. Ven conmigo a la sacristía.
— Claro —susurró, sabiendo que tampoco podría negarse.
— ¡Dime que he entendido mal! ¡Dime que no acabas de confesar que has roto tu voto de castidad! —exclamó Manuel una vez estuvieron dentro de la sacristía y hubo cerrado la puerta con cerrojo.
— Has oído correctamente —se limitó a responder Mario.
— ¡Joder, Mario! ¡Pero qué coño te pasa! —gritó su amigo acercándose a él para encararse.
— No blasfemes aquí —dijo Mario serio.
— ¿Me estás echando la bronca por cómo hablo después de soltarme que te has tirado a Valeria? —siseó el sacerdote, enfadado.
— No creo que sea necesario ser vulgar. Muchos feligreses te habrán confesado que se han acostado con una u otra y no les has hablado así —intentó calmarle Mario.
— Pero ninguno de ellos era un sacerdote. ¡Joder, Mario! —repitió Manuel sentándose en una silla y echando la cabeza hacia atrás como implorando paciencia—. Vale, voy a calmarme. Quizá he prejuzgado tu comentario. Me has dicho que has roto tus votos de castidad. Puede que hayas hecho cosas con ella, pero sin llegar hasta el final.
— No. Has interpretado bien desde el principio. Me he acostado con ella —contestó sin perder la calma. Sabía de antemano que no se lo tomaría bien por lo que iba preparado para ese arranque de ira y malas contestaciones. Se conocían bien y, aunque ahora hacían esfuerzos por hablar con corrección, hubo épocas en las que no se contenían en el lenguaje soez que usaban. Por eso sabía que, a pesar de que Manuel estaba soltando palabrotas, podía llegar a ser mucho más vulgar. Eso le indicaba que su amigo aún no había perdido del todo el control, solo se había dejado llevar levemente por la situación.
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El Hombre de Negro
Romance--Serie Clerimen I-- Mario es un sencillo sacerdote de pueblo al que un loco convierte en el centro de sus problemas, comenzando a amenazarle y a asesinar vecinos para hacerle daño. Valeria, una inspectora de homicidios, es enviada al pueblo a atrap...