Capítulo 7

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Mario quiso irse a casa, pero no se lo permitieron. Se vio obligado a permanecer en la escena del crimen hasta que terminasen por orden de la inspectora y del jefe de policía. Sin embargo, se mantuvo a cierta distancia no queriendo entorpecer la investigación y que terminasen cuanto antes. No podía dejar de pensar en esa última amenaza que el asesino había dejado junto al cuerpo del jovial Juan. No alcanzaba a comprender los motivos que podía tener esa persona para odiarle tanto ni para desquitar su furia con buenas personas como Sonia y Juan. Él tenía claro que había escogido un camino complicado en la vida, con la base de que ofrecía su existencia buscando la ayuda al prójimo. Por ese motivo no podía permitir que ese desalmado siguiese matando si podía evitarlo.

Había dejado claro que quería matarle a él y, si eso lograba salvar una sola vida, con gusto ofrecería la suya por la de cualquiera de sus semejantes.

No había visto el cuerpo de la joven Sonia, pero viendo cómo había terminado el cuerpo de Juan, podía hacerse una idea del escenario que se habían encontrado con la chica. La culpa y el miedo le hicieron temblar durante la larga espera en la pequeña casa de aquel matrimonio. En un par de ocasiones intentó escabullirse, sin embargo, los dos policías que se encargaban de que nadie cruzase el cordón policial mientras el equipo que procesaba el escenario terminaba, le impidieron marcharse.

Cuando Valeria y él llegaron a casa, ya era de noche. Apenas comieron un poco de las sobras que habían quedado de la comida en el cuartel y se sentaron en el sofá del salón, tensos y en silencio, cada uno metido en sus propios pensamientos.

— Me vendría bien una copa. ¿Usted puede beber? —preguntó de pronto la inspectora, rompiendo el silencio de la habitación.

— Puedo beber, aunque no está bien visto que me emborrache en el bar del pueblo. Pero suelo tomarme algunas cervezas con los lugareños tras la misa de la mañana del domingo —explicó Mario, sorprendido porque pudiese pensar que tenían alguna norma que les impidiese beber alcohol.

— Lástima. Me apetece beber hasta perder el sentido y no quiero hacerlo sola —se lamentó Valeria—. Con todo lo que está ocurriendo y la falta de pruebas que tengo hasta ahora, la verdad es que me gustaría tomarme algo.

— No suelo beber, la verdad, pero tengo una botella de whisky en el armario de ahí —dijo señalando un armario que había al lado de la televisión. Se dio cuenta de que le miraba levantando una ceja, curiosa—. No me mires así, no es mía. La trajo mi primo cuando me visitó hace dos meses. Nos tomamos una copa cada uno y ahí quedó el resto. Sírvete si quieres.

— Solo si se toma una también. Ya le he dicho que no me gusta beber sola —le recordó mientras se levantaba e iba a la cocina para traer dos copas de cristal. Parecía que no iba a esperar que él dijese que sí, simplemente lo daba por hecho.

— ¿Crees que es buena idea beber habiendo alguien por ahí que quiere matarme? —preguntó cogiendo la copa que ella le tendía. Le había visto servirlas y sabía que iban bien cargadas. Sería como beber lejía de lo fuerte que iba a estar.

— No se preocupe, Padre. Soy muy consciente de que debo protegerle. Solo beberemos lo justo para templar los nervios y que cambie nuestro ánimo —dijo sonriendo.

— ¿No me digas que piensas emborracharme para abusar de mi cuerpo? —preguntó Mario admitiendo que tenía razón. Debían relajarse un poco y eliminar ese ambiente negro y tóxico en el que parecía que se habían hundido desde que habían regresado.

— ¡Vaya! Solo llevas dos sorbos y ya noto el efecto. Me gusta este cambio, Mario —exclamó Valeria. Se había dado cuenta de que ella no solo le había tuteado, sino que le había llamado directamente por su nombre y no Padre, como hacía siempre.

El Hombre de Negro   Donde viven las historias. Descúbrelo ahora