Capítulo 22

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Sentado en el sofá alzó un brazo para que Valeria se recostase junto a él. El día había sido terriblemente largo para ambos. Sexo por la mañana, confesión posterior con Manuel, llegada de la última carta del asesino, malestar ante esta y las fotos que contenía, las conversaciones con la inspectora en las que se dejaban claras demasiadas cosas que habían estado en el aire, la conversación con el Obispo Aguirre y su tarde en la iglesia buscando un consuelo que Dios había enviado con la aparición de Valeria. Sentía que su entrada había sido providencial puesto que se estaba metiendo en un círculo vicioso de autocompasión y dudas del que no sabía salir. Y había pedido una señal y la respuesta había sido que ella le hablase de pronto a su espalda.

Quizá se había estado empeñando en buscar una mano diabólica en aquel batiburrillo de pensamientos y sentimientos cuando bien podría ser un abreojos divino. Por supuesto, aún mantenía cierta duda en su interior sobre si estaría equivocado y estaba viendo señales donde no las había o si no las enviaba el Padre, sino el Maligno. Sin embargo, ahí sentado, con ella junto a él, no podía creer que aquel ser que estaba a su lado no fuese bueno.

La besó en la frente y ella se giró para mirarle, sonriendo.

— No vuelvas a marcharte sin avisarme. Me he asustado mucho al llegar y no encontrarte en casa. Menos mal que he intuido que podías estar en la iglesia porque estaba a punto de llamar a la comisaría para que te buscasen. Sobre todo, cuando te he llamado dos veces al móvil y no has contestado —le reprendió Valeria.

— Lo siento. Dejo el móvil en silencio cuando estoy allí, para evitar que el sonido moleste a nadie en su oración. Y necesitaba salir de casa para oxigenarme después de la visita de Raúl. Se me pasó avisarte y debí hacerlo. Prometo que no volverá a ocurrir —reiteró la promesa, como había hecho unos minutos antes.

— ¿Cómo ha ido tu conversación con él? Entiendo que te ha debido poner muy nervioso si has tenido que salir de aquí, agobiado por ello —indagó la inspectora frunciendo el ceño.

— No ha sido agradable —dijo Mario sin estar seguro de si debía ponerla al día con lo que había ocurrido. Se quedó pensativo valorando si contarle que el obispo ya sabía de su íntima relación con ella y que eso le iba a acarrear serios cambios en su vida sacerdotal.

— Mario, ¿qué ha pasado? Se te nota que sigues preocupado por ello. Lo que decías en la iglesia... no sé si es por eso, quizá, por tus sentimientos por mí y que te sientes un pecador. Cuéntame —pidió Valeria, irguiéndose en el asiento, apartándose de su abrazo, queriendo mirarle de frente para buscar esa verdad que él parecía ocultarle.

— Se ha dado cuenta de que tú y yo tenemos algo y después ha visto la carta y las fotos que contenía. Ha sido un descuido garrafal por mi parte, debí quitarlo de ahí en cuanto entró por la puerta. Bajo una simple excusa podría haber ido al salón y guardarla. Pero se me olvidó que estaba encima de la mesita —confesó Mario, suspirando y pasándose la mano por el pelo, angustiado de nuevo.

— ¡Oh, Dios mío! ¿Me estás diciendo que ese hombre tan serio y recto ha visto las fotos? —exclamó la inspectora, llevándose una mano a la boca, sorprendida en un principio. Aunque, después, pasó a reírse como una cría de quince años, lo que descolocó a Mario—. Pobre y casto hombre. ¡Se ha debido quedar patitieso!

— ¡No te burles, esto es serio! —la reprendió el sacerdote, pero con poca o ninguna convicción puesto que terminó riendo con ella por un largo minuto— Además, no le trates como si fuese un mojigato, está muy lejos de serlo. Puede que ahora sea casto, pero sé de sobra que, antes de entrar en el seminario, tuvo varias novias. Ten en cuenta que entró cuando rozaba los treinta años, por lo que tuvo tiempo de catar todo lo que hoy tiene prohibido. Diría que cosas peores que esas fotos ha visto, si no fuese porque, es posible, que las haya hecho él mismo.

El Hombre de Negro   Donde viven las historias. Descúbrelo ahora