Capítulo 1

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Mario se sentó en la silla de la cocina, extenuado, secándose el sudor con una toalla que había dejado colocada en la entrada de su casa para tal fin. Había salido a correr media hora, como hacía cada mañana. Cogió un vaso y lo llenó con agua del tiempo de una botella que tenía en la mesa de la cocina. Se le había olvidado meterla en el frigorífico antes de marcharse y se había calentado un poco el agua con el intenso calor de agosto. A pesar de ser temprano y de que el sol acaba de salir, ya hacía un calor asfixiante.

Se dirigió a su dormitorio y se quitó la camiseta y el pantalón corto totalmente empapados de sudor. En ropa interior, se fijó en su reflejo en el espejo que tenía junto a la puerta del baño. Tenía un cuerpo que habría hecho desmayarse a cualquier mujer, aunque no se cuidaba para ese fin. Solo le interesaba estar sano. Siendo un joven de veinte años, se dedicó a comer todo lo que no debía y a llevar una vida sedentaria. Se enganchó a las grasas saturadas tanto como a los videojuegos y series de televisión. Hasta que el cuerpo le dio un claro aviso. Estar a punto de perder los riñones por el sobrepeso, así como la hipertensión que había desarrollado, no eran buenos augurios para un chico tan joven.

Tras ese episodio, su padre, un hombre bastante sargento, le había matriculado en un campamento de verano para gente demasiado rellenita que quería perder peso. Nunca se sintió a disgusto con su excesivo sobrepeso hasta que estuvo al borde de la muerte por lo que, cuando su padre le ordenó ir, no salió de su boca ni una sola protesta. Resultó ser un campamento católico que se había especializado en cambios de vida y de salud. Con aquellos sacerdotes descubrió su camino. No solo le enseñaron a cuidarse, a amarse a sí mismo, sino a amar a Dios. Y ahora, veinte años después de aquel verano, era un sacerdote que amaba comer sano, hacer deporte y ayudar a los demás a ser la mejor versión de sí mismos en ambos aspectos: físico y espiritual.

La ducha reconfortó sus cansados músculos y sintió cómo se llevaba cada mal pensamiento. El agua era una de las mayores maravillas del Señor, su pureza y claridad la dotaban de puro simbolismo. Se secó el pelo y el cuerpo con una toalla blanca como la nieve y se puso su querida sotana. Sí, la mayoría de los sacerdotes optaban por un tipo de vestimenta más actual, como unos pantalones y camisas negras, coronadas con el alzacuellos blanco. Sin embargo, él era un clásico y, como tal, era muy purista en esos aspectos. Además, había probado a llevar ese tipo de vestimenta cuando salió del seminario y, debido a su musculoso cuerpo, la ropa se le ceñía en exceso y marcaba en demasía cada uno de sus músculos. Y eso atraía la atención de demasiadas mujeres hacia su persona con miradas lascivas que le recorrían desde el pelo hasta los pies.

El haberse convertido en sacerdote no implicaba que se hubiese vuelto un idiota. Sabía el magnetismo que podía tener un cuerpo bien formado para las mujeres, jóvenes y no tan jóvenes, a lo que había que sumar el atractivo de lo prohibido. Y él estaba vetado para todas ellas en el plano más físico al que se pudiera hacer referencia. Eso hacía que su alzacuellos, tanto en la sotana como en la camisa, fuese un símbolo de detención como un acicate para todas ellas.

Ya vestido, regresó a la cocina para beber otro vaso de agua; en este caso esperaba que ya se hubiese enfriado y no fuese un caldo, como antes. Escuchó el ruido del buzón. Parecía que el cartero había dejado alguna carta dentro o, quizá, era solo publicidad de alguna tienda nueva o del restaurante de comida japonesa que acababan de abrir recientemente en el pueblo y que parecía haber decido gastar una cantidad ingente de dinero en cubrir cada rincón de la localidad con panfletos.

Se acercó a la puerta tras beberse de un trago el agua y, con desgana, abrió el pequeño buzón que tenía atornillado junto a la ventana. Solo había una carta, sin su dirección, sin remitente ni sello. Eso le extrañó. No se permitía el envío de sobres sin remitente ni llegaría a su destino si no figuraba cuál era. Puede que fuese una carta de algún feligrés que la había echado directamente en su buzón. De igual forma, con curiosidad, se sentó en el salón y abrió el sobre donde simplemente figuraba su nombre.

El Hombre de Negro   Donde viven las historias. Descúbrelo ahora