Aparcó el coche frente a la casa de Manuel. Había pasado una noche infernal, dando vueltas en la cama. Su erección había quedado eliminada sin necesidad de agua fría, solo le había bastado su mala conciencia y culpabilidad para que desapareciera en poco tiempo. Sin embargo, a pesar de que el problema había desaparecido, los remordimientos siguieron ahí durante horas, introduciéndole en un cúmulo de pesadillas que su mente no había podido frenar. Se había levantado más pronto de lo habitual, cansado de dar vueltas en la cama, intentando escapar del sueño que desembocaba en pesadillas.
Barajó la posibilidad de esperar a que Valeria se levantase para salir a correr juntos, sin embargo, se sentía tan avergonzado que no sabía cómo sería capaz de mirarla a la cara esa mañana cuando no podía ni enfrentarse a su propio reflejo en el espejo. Por ese motivo y a pesar de la hora, escribió una nota para ella que dejó en la mesa de la cocina y se montó en el coche con la imperiosa necesidad de buscar consuelo en un amigo. Era consciente de que, cuando le contase lo ocurrido, sus palabras estarían lejos de ser un bálsamo, sino que serían una regañina en toda regla. Pero esperaba que, después, le diese el consejo y el perdón que necesitaba.
A pesar de la hora tan temprana, esperaba que Manuel ya estuviese levantado y no fuese el sonido del timbre en la puerta lo que le levantase de la cama. Como todo el mundo, si alguien rompía su sueño en la parte más dulce, se levantaba con poca paciencia. Tras llamar al timbre y esperar, Mario pensó que su amigo estaba profundamente dormido y no había escuchado la llamada. Sin embargo, cuando estaba barajando el darse la vuelta y regresar a su pueblo, Manuel abrió la puerta, vestido y con el pelo mojado. Parecía que sí había estado despierto solo que en la ducha y había tardado en abrir porque se estaba vistiendo.
— ¡No! ¡Dime que no! —exclamó según abrió la puerta y le vio parado en la entrada.
— ¿A qué debo decir que no? —le preguntó Mario confundido.
— No son ni las ocho de la mañana, muy temprano para una visita de cortesía y menos después de lo que hablamos el otro día. No soy idiota, Mario. ¡Dime que no has caído! ¡Dime que no estás aquí buscando confesar que has hecho algo con ella! —respondió Manuel dejándole claro que la situación era demasiado obvia. Lo bueno era que no tendría que explicar demasiado si su amigo ya intuía el motivo de su visita.
— ¿Me dejas entrar o tengo que confesar mis pecados en medio de la calle? —preguntó molesto, recordándole que no estaban en la privacidad de la vivienda, sino en el exterior, donde podría haber oídos curiosos escuchando.
— Pasa —se limitó a decir su amigo, echándose a un lado y dejándole entrar. Le siguió hasta la cocina donde cogió dos tazas—. Iba a desayunar. ¿Quieres un café?
— Sí, gracias. La verdad es que no he pasado buena noche y necesito algo de cafeína para despejarme —respondió Mario, cansado. Esperó a que su amigo sirviese sendas tazas de café y fueron al salón para sentarse en la mesa, uno frente al otro.
— Bien, ya que estamos aquí... Coméntame —pidió Manuel suspirando.
— Necesito confesión.
— Sí, sí. Ya lo suponía —dijo apremiante su amigo, apoyando el codo sobre la mesa para, posteriormente, apoyar la frente sobre la palma de la mano, dejando sus ojos medio tapados. Estaba claro por la postura que iba a escuchar algo que sabía que no le iba a gustar—. Todo queda bajo el secreto de confesión. Empieza, pero te agradecería que me ahorraras los detalles más escabrosos de tu interludio. Solo un resumen práctico sin regodearse en lo erótico.
— Ayer recibí otra carta amenazadora del asesino —comenzó Mario. Esa simple declaración hizo que su amigo levantase la cabeza y le mirase abriendo los ojos ampliamente, sorprendido.
ESTÁS LEYENDO
El Hombre de Negro
Roman d'amour--Serie Clerimen I-- Mario es un sencillo sacerdote de pueblo al que un loco convierte en el centro de sus problemas, comenzando a amenazarle y a asesinar vecinos para hacerle daño. Valeria, una inspectora de homicidios, es enviada al pueblo a atrap...