Mario se había quedado en el salón tomando una manzanilla, pensativo, cuando Valeria subió a su dormitorio. Le resultaba complicado comprender que Ignacio pudiese tener algo que ver en todo aquello. Le conocía desde que llegase al pueblo y había ido a la iglesia en compañía de su esposa hasta que hacía unos dos años ella le había pedido el divorcio. Al igual que la mujer de Daniel, había dejado el pueblo para irse a la ciudad. El hijo mayor de la pareja residía allí y se marchó con él hasta que encontrase un piso en el que instalarse sola. Lo poco que había sabido de ella desde entonces había sido a través de Sara, la hija.
¿Podría ser que, al igual que le culpaba de que su hija fuese policía, le culpase también por la separación? Era posible que tuviese el convencimiento de que había alentado aquel hecho al igual que había apoyado a Sara cuando le informó de que iba a ingresar en la policía. Era muy retorcido, sin duda, puesto que él, como sacerdote, jamás apoyaría un divorcio sin ver un claro patrón de malos tratos. Sí era cierto que le había recomendado paciencia y que consultasen a un psicólogo especializado en terapia de parejas. Había intentado salvar ese matrimonio más que el propio cónyuge, que se había negado en retorno a ir a la terapia por mucho que insistió su esposa.
La verdad era que, tras el consejo de ir a un psicólogo, la mujer había comenzado a alejarse de la iglesia y a dejar de buscar consuelo en el confesionario. La vio decaída al comienzo para pasar a estar de lo más alegre a continuación. Mario no era dado a meterse en la vida privada de sus feligreses salvo que le pidiesen opinión o consejo por lo que nunca le reclamó que dejase de acudir a la misa del domingo. Siempre creyó que su cambio de actitud se debía a que se estaban dedicando más tiempo a ellos, recuperando la relación. Por eso para él, al igual que para todos, fue una inmensa sorpresa cuando ella se despidió de todos informándoles del divorcio.
Se terminó la manzanilla, dejó el vaso en el fregadero y subió la escalera, rumbo a los dormitorios. Se paró en seco en el rellano superior; la puerta de Valeria estaba abierta. La vio salir del cuarto de baño con una simple toalla rodeando su esbelto cuerpo mientras se secaba el pelo con otra toalla. No sabía por qué, pero verla así, con la puerta abierta y sin mostrar pudor, le resultó increíblemente íntimo. Y al verle, le sonrió. Ese simple gesto hizo que su corazón se saltara un latido y que sonriese como un crío chico.
— ¿Qué piensa hacer, Padre? ¿Va a quedarse ahí, simplemente, mirando? —preguntó Valeria, tentadora como solo ella sabía saberlo.
— Disculpa —respondió Mario aún con la sonrisa tonta en la boca.
— Quizá no debería seguir tentando a un pobre sacerdote. Ya acumulas demasiados pecados con la noche de ayer y la mañana de hoy como para aumentar tu carga —siguió ella frunciendo los labios como si estuviese pensándoselo, aunque de una forma tan teatral que no pudo evitar que su sonrisa se ampliase aún más hasta reírse por lo bajo.
— Desde luego no deberías. Pobre de mí si continúas —dijo Mario apoyándose en el marco de la puerta del dormitorio de Valeria.
— Tiene razón, Padre. Lo mejor será dejar de tentarle —concluyó la inspectora para, posteriormente, darse la vuelta. Sin embargo, dejó caer la toalla que la cubría al suelo, dejando su magnífica retaguardia expuesta para que él la observara. Se giró, haciendo el gesto de cubrirse, pero sin hacerlo bien para dejarle ver todo—. ¡Oh, vaya! Parece que se me ha caído la toalla.
— No se preocupe, señorita. Soy un hombre educado y yo mismo se la recojo del suelo —respondió él sonriendo y guiñándole un ojo como solía hacerle últimamente.
Valeria rio con ganas, aunque no movió ni un músculo mientras él se acercaba lentamente. Se paró a pocos centímetros de ella para comenzar a bajar acariciando su piel con la punta de la nariz y los labios. No la besó en ningún sitio, simplemente pretendía ser una caricia sugerente. Incluso cuando pasó por la mano que cubría su pubis, no cambió de parecer a pesar de que ella se echó hacia delante de forma inconsciente. Y creyó oírla suspirar, quizá decepcionada porque no se hubiese detenido en aquel lugar.
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El Hombre de Negro
Romance--Serie Clerimen I-- Mario es un sencillo sacerdote de pueblo al que un loco convierte en el centro de sus problemas, comenzando a amenazarle y a asesinar vecinos para hacerle daño. Valeria, una inspectora de homicidios, es enviada al pueblo a atrap...