Epílogo

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La despedida había sido tan simple, un adiós profesado por labios que se sellaron para imposibilitar su voz a volver a emerger. Mylo aceptó finalmente la derrota, tomó el resto de pertenencias que le quedaban, un amor infructuoso, un par de harapos, un dolor latente e insoportable y una despedida que perduraría algunos siglos, antes de convertirse en un "hola".

Eugene se despojó de su alma gemela, para vivir en libertad un romance que su propio corazón pidió.

Para Mylo el destino se burló de él, lo odio con toda al alma cuando abordó el transporte que lo sacaría del pueblo a un destino incierto. Su mitad había elegido a otro por encima de él. La vida le había fallado.

¿Cómo podría no amarlo? Era imposible no postrarse rendido a los pies del tierno omega, con el que compartía su cama durante las noches, y se encargaba de mimarlo durante el día.

El tiempo regresó a su curso y los días se plagaron de la rutina conocida e incansable. Ir a la escuela o el trabajo, tomar las comidas juntos e ir a pasear en el tiempo libre, aunque los síntomas propios del embarazo empezaron a pintar manchas perceptibles en la vida de la pequeña familia que estaba por crecer.

Eugene estaba satisfecho con su vida pacífica, en donde el mayor drama eran sus ansias de correr al retrete para descargar su desayuno durante las mañanas y luchar porque el motor de su vieja camioneta, empezaba a quejarse por el arduo trabajo sin vacaciones, que prestó durante tantos años.

Ese despertar, con los débiles rayos del sol rasgando el cielo para silenciar el brillo de las estrellas, despertó con el pequeño cuerpo desnudo de su amante entre sus brazos, una sonrisa inmediata se le posó en los labios, quienes no tardaron en prestar un beso a la frente de su hermoso omega dormido y arropado en calor, como tantas veces se quedó tras desmayarse del cansancio tras hacer el amor durante la noche.

El alfa no tardó en dejar descansando a su pareja, con aquel horroroso oso de felpa que tiempo atrás ganó en una feria, seguía odiando al dichoso peluche que era cuidado con recelo por el omega, quizá por ello Eugene lo odiaba tanto, por celos, pero él jamás lo aceptaría en voz alta. Se desprendió de la desnudez al vestir su cuerpo y emprendió un viaje al jardín trasero, para visitar los cultivos y animales que sustentaban la granja y por ende a su familia.

Trabajó en la tierra junto a la salida del sol, y se dispuso a regresar, queriendo acompañar a su pareja e hijos en la primera comida del día.

¿Cómo podía no enamorarse? Se repitió la pregunta en su mente, al ver un par de figuras sentadas en el primer escalón de madera. Su pequeño Thiago dormitaba aferrado a su manta, mientras descansaba su peso en el cuerpo de su madre, Archer simplemente yacía sentado con una linda risa en los labios, charlando unilateralmente con su hijo, hasta que su atención se giró al alfa que quitaba distancia con cada paso que daba en esas botas de hule que Archer le había regalado hace un par de meses.

— Buenos días, alfa — el anillo aún descansaba en su cuerpo, solo que se había deslizado hasta adornar su dedo anular, pues su cuello había sido apropiado por una mordedura, una marca de enlace que le ataba a su amado.

La primera voz que escuchaba al despertar le pertenecía a la persona más importante en su corazón, su lado animal se regocijaba, prácticamente movía la cola de contento porque el omega le tenía en la palma de la mano. Si Archer se lo pidiese, se pondría boca arriba, enseñando la panza obedientemente para él.

— Buenos días, Bolita despeinada — acarició sus cabellos con vehemencia, escuchando el ronroneó de Archer como agradecimiento por su buen trato, sonidillos desprendidos que le hacían el doble de adorable, en especial tras notar la bonita curva que tenía ese vientre de tres meses — O quizá sea mejor decirte Bolita pachoncita —

— Ninguna de las dos, si estoy pachoncito es tu culpa, tú me preñaste — renegó perdido en la sensación de tranquilidad que los mimos le propinaban, estaba por quedarse dormido hasta que sintió sus lentes deslizarse, Eugene tuvo que atraparlos y acomodarlos en su lugar.

Thiago se estiró y bostezó perezoso por ver su sueño interrumpido — Buenos días, papá — alzó los brazos al cerrar los ojos y no tardó en ser cargado por el alfa, acomodando su mejilla contra su hombro.

— Buenos días, Renacuajo... No debes dormirte, pronto te irás a la escuela — dijo al palmear compasadamente la espalda del chiquillo.

— Estoy despierto — se defendió en un balbuceo el niño.

¿Cómo no iba a enamorarse de su familia? Es que la sola pregunta era estúpida, nunca debió existir la duda que el amor iba a crecer al convivir con ellos, porque era el único lugar en donde sentía que pertenecía. El resto del mundo podía derrumbarse y al alfa solo iban a importarle ellos, el niño dormido que cargaba en un brazo, el omega que tomaba su mano libre para ponerse en pie, mientras empezaba a contarle que el desayuno estaba listo, y el retoño que su pareja esperaba.

El alfa y el omega tenían una vida que muchos encasillarían como aburrida, pero ellos eran felices y era todo lo que importaba.

Eugene y Archer vivieron juntos por el resto de sus vidas hasta la vejez, el amor nunca llegó a decaer, incluso al final de sus existencias, sus almas se amaron... Un amor que a lo largo de su tiempo juntos, sembró un total de siete hijos, todos alfas.

Para los pueblerinos fue un tema de chiste el pensar que un omega tan dulce, afable y tranquilo llegó a dar a luz a puros alfas.

Para Thiago sus seis hermanos eran un completo dolor de cabeza, unas espinillas en el culo de las que no podía deshacerse... o al menos eso fingía delante de todos los demás, lo cierto es que como el hermano mayor era asquerosamente sobreprotector hasta el punto de ser enfermizo, los celaba más que el propio Eugene.

Para Archer eran... el pueblo de gigantes, ninguno de sus hijos tuvo su altura, así que siempre fue el más bajito de casa, la Bolita más protegida de todo el pueblo y fácilmente de todo el país.

Para Eugene eran una panda de inútiles, por mucho que estuvieran en la supuesta jerarquía más fuerte, él sabía que sus hijos iban a enamorarse de algún omega u beta que les tendría babeando como idiotas, así como él con Archer.

Eugene y Archer se amaron incluso cuando el aire se les acabó, despidiéndose con la promesa de reencontrarse con tal de continuar amándose en la siguiente vida... Su amor, sin tiempo y sin distancias, era infinito.



Fin

Más allá del destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora