3. LOS DÍAS EN LA ACADEMIA

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Llegó el día para ingresar a la academia; tendríamos que permanecer recluidos en el cuartel durante los seis meses que duraba la capacitación inicial. Tendríamos libres los fines de semana, es decir, salir los viernes a las seis de la tarde y regresar los domingos antes de las ocho de la noche.

Yo raras veces salía de la academia los fines de semana; la rutina diaria era muy estricta; despertábamos a las cinco de la mañana, nos ponían a correr tres kilómetros en el perímetro de aquel recinto, y posteriormente acudíamos a las duchas. Odiaba esa parte del día, temblaba de frío y las compañeras se burlaban de mí. La realidad es que nunca me gustó bañarme con el agua helada, pero con el paso del tiempo mi cuerpo se fue acostumbrando. Posterior a eso, acudíamos al comedor y nos servían en charolas el desayuno del día; acudíamos a clases sobre Derecho Penal, Derechos Humanos, Actuación Policial, Uso de la fuerza, entre muchas otras que servirían para hacer de nosotros unos "Buenos Policías". En ocasiones entre clases nos ponían a marchar o a ejercitarnos, y otras tantas simplemente nos castigaban dando tres vueltas al circuito de obstáculos. Si ya el hecho de realizar una vuelta era demasiado cansado, dar tres era fulminante; la rutina culminaba con la comida, una ducha fría y los deseos de no despertar al día siguiente.

Con el paso de los días me olvidé de la chica del bar; estaba tan atareada con la rutina en la academia que mi mente se distraía en otras cosas.

Los pocos fines de semana que llegué a salir del encierro fueron para pasar tiempo en compañía de Jaciel y su familia. Salíamos a comer y pasábamos el tiempo juntos. En una de esas ocasiones mientras comíamos, su madre comentó:

- Hace unos días tu madre me preguntó por ti.

Levanté una ceja, le dirigí una mirada sin decir nada y continué comiendo.

- Le dije que te estaba yendo muy bien y te mandó saludos. Sé que la situación con tus padres es complicada, Vane, pero deberías considerar hablar con ellos ¿No crees?

Negué furiosa. – No hablaré con ellos, tomaron la decisión de no apoyarme en lo que tanto quería, la única familia que tengo son ustedes, ellos dejaron de serlo hace mucho, mucho antes de tomar esta decisión.

- Lo entiendo, pero no seas tan dura con tu madre, piénsalo.

Guardé silencio el resto de la comida y posteriormente me dirigí a la habitación; tomé una pequeña mochila y les dije que saldría a dar un paseo por el parque. Estaba molesta.

Caminé hacia ese lugar y me senté en una de las bancas metálicas. Extraje del interior de la mochila aquel papel que la chica del bar Alexandra me había dado; el sol estaba por ocultarse y recargue mi cabeza contra el respaldo de la banca y sostuve frente a mis ojos aquel papel, y como si mi pensamiento la llamara, apareció.

Sentí que alguien se posó a mi costado y recargo su cabeza contra el respaldo de la banca tal y como lo había hecho yo, sin embargo, no volteé.

Escuche un suspiro. – Me quedé esperando tu llamada.

Di un respingo y volteé la mirada hacia la persona a mi costado; era ella, era Alexandra.

- Estuve ocupada – le solté sin emoción, y no mentía, realmente había estado ocupada.

Dudé en preguntarle, pero al final me decanté por hacerlo. – ¿Y tu novia?

- ¿Quién, Mireya? – contestó sin rastro de emoción en su voz.

Asentí.

- Terminamos hace un par de semanas. – Comentó al tiempo que veíamos como el cielo iba oscureciéndose detrás de las hojas de los árboles.

EL PESO DE LA PLACA - (+18) - LGBT+ (TERMINADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora