CAPÍTULO VII

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La ladera de la colina estaba cubierta de árboles que se extendían hacia el cielo como dedos negros y retorcidos. Una nube de polvo rojizo sobrevolaba sus cabezas con olor a azufre. Se les adhería al cuerpo gracias a una capa de sudor que las cubría constantemente debido al calor.

Neleha y Otella montaban a lomos de Bagual. Las crines humeantes seseaban al compás del galope y se diluían en jirones de polvo gris. El fuego de su interior brillaba con intensidad, como el carbón ardiente cuando sopla un viento repentino. Las hermanas llevaban las capuchas puestas y se cubrían los rostros cuando atravesaban una nube de polvo demasiado espesa. Esquivaban los obstáculos con agilidad y saltaban piedras de gran tamaño mientras descendían velozmente. Hacía unas cuantas horas que dejaron atrás a los faunos y se dispusieron a seguir su viaje. Sentían que se acercaban cada vez más a su objetivo y la expectativa avivaba sus fuerzas a cada paso.

Llegado el medio día, el sol yacía tan alto en el cielo que comenzaron a sentir un escozor insoportable en la cabeza. Aquel calor no era habitual ni siquiera en verano. Junto con la falta de vegetación, no era más que otro síntoma de la terrible peste. Algo aterrador estaba devorando la vida y la magia como un vórtice mortal.

Decidieron que lo mejor sería parar un momento. Se refugiaron bajo las ramas enclenques de un nogal. Sobre el suelo yacían las cáscaras vacías y ennegrecidas de nueces muertas. Otella sacó de su bolsa los últimos restos de carne salada junto con las verduras asadas que los faunos les habían obsequiado. Neleha lo devoró todo en un instante. En cambio, su hermana debía tomarse un momento tras cada bocado para respirar como si le costara retener la comida en el estómago. Al final desistió y le entregó las sobras a Neleha que las aceptó por pura cordialidad.

─Veo que los calambres no han hecho más que empeorar. Si encontramos la aldea de hadas podríamos pedirles que realicen algún hechizo sanador ─comentó Neleha tratando de notarse lo más despreocupada posible.

─Si es que las encontramos. En este paraje desolado no creo que haya criatura que logre sobrevivir ─la voz de Otella emergió entrecortada de su garganta seca mientras se acercaba el odre de agua a los labios.

─Aquí nos rodea un paraje abierto. Odio pedírtelo, pero podrías volar hacia el cielo y advertirnos de algún asentamiento, o de alguna aldea. Nos será más fácil avanzar si sabemos qué nos encontraremos más allá.

Otella supo que era verdad así que no se detuvo a discutirlo. De un momento a otro, arrojó la capa negra al suelo. Su torso quedó cubierto por un trozo de tela que se sujetaba al cuello y a la cintura, dejando la espalda al descubierto. Entonces comenzaron a brotarle unas inmensas alas como de murciélago, con escamas de tonos rojizos. En el extremo de cada pliegue sobresalía una gran púa afilada. De la cabeza emergieron dos cuernos gruesos y negruzcos que la coronaban como el poderoso dragón que era. Los ojos parecían rojos como el metal en una fragua: brillantes. Centelleaban con una furia salvaje.

Una vez transformada, se elevó con un fuerte impulso hacia arriba y dejó tras de sí una estela de polvo circular. En un abrir y cerrar de ojos se perdió en las inmensidades de la cúpula celeste, empequeñeciéndose cada vez más. Neleha la observó con una mano sobre los ojos a modo de visera para protegerse del sol.

Otella observó que hacia el norte se encontraba una gran montaña cavernosa y escarpada, allí debían llegar. Pero antes tendrían que dirigirse al noroeste. Debían seguir descendiendo por el borde de la ladera de aquel risco hasta llegar a un valle estrecho en el que los árboles surgían mucho más juntos y densos de la tierra árida. Allí encontró un arroyo e incluso una columna de humo tenue donde bien podría haber una fogata y, por ende, un asentamiento. Al cabo de unos minutos regresó al suelo. Aterrizó muy delicadamente sobre la punta de sus pies mientras sus caracteres de dragón volvían a ocultarse bajo su forma élfica.

Emiria y La Peste del DragónWhere stories live. Discover now