CAPÍTULO VIII

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La princesa Liemi había llegado a odiar sus habitaciones. La llevaron allí y le sugirieron descansar pero, desde entonces, tenía dos guardias apostados a la puerta que le preguntaban si necesitaba algo o a dónde deseaba dirigirse antes de salir. Buscaban la forma de mantenerla allí adentro como si se tratara de una prisionera. El encierro le dio tiempo y espacio para pensar en sus antecesores, en qué hubieran hecho sus padres en su lugar, qué hubiera hecho la reina Mirina. Entonces comenzó a sentir una gran intranquilidad respecto a los sucesos que debieron sufrir Neleha y Otella. El modo en que Niraj había reaccionado a las acusaciones la hacía pensar que, en realidad, no tenía idea de qué había pasado realmente. Su padre, hermano de Mirina, la había mantenido al margen de la disputa y solo pudo viajar al palacio cuando a él lo coronaron como rey de Emiria.

Los rumores que había escuchado en los pasillos del castillo indicaban que se trató de una rebelión terrible liderada por el minotauro Crisantemo y que muchos seres murieron en rencillas y enfrentamientos aislados. Los elfos llegaron a acordar la paz con el resto de las criaturas si ejecutaban a la reina y a sus dos engendros de dragón. Pero nunca fueron más que los cotilleos de la servidumbre. En general, los Altos Elfos no hablaban sobre el tema. Incluso su padre se mostraba reacio a responder preguntas respecto a su tía y sus primas fallecidas.

Una punzada de curiosidad surgió desde el fondo de su abdomen y decidió vestirse para salir a caminar. Tomó a su gata entre los brazos y abrió la puerta lentamente. Uno de los guardias asomó su tosca cabeza cuadrada por el umbral y le preguntó con fría cordialidad si necesitaba algo.

─Runaria necesita salir a hacer sus necesidades. La última vez orinó sobre mis mantas y luego ya no hubo forma de quitar el olor. Ese era mi edredón de plumas favorito ─dijo Liemi en tono de reproche mientras alzaba al animal para que el guardia lo viera. El elfo se apartó con lenta resignación y dejó que la muchacha se retirara.

Liemi avanzó por el largo pasillo, descendió por una serie de escaleras de caracol hasta llegar al patio interior del palacio. Allí se detuvo un momento al ver que otro guardia la observaba con curiosidad desde una de las almenas. Una vez que se volteó, comenzó a avanzar nuevamente dando grandes zancadas. Escapó por una puerta pequeña en forma de arco que llevaba a otro pasillo con el techo también redondeado. Las paredes eran de roca maciza de un color gris claro, entre las que crecían manchas de moho y hongos. La iluminación estaba dada por una serie de antorchas sujetas en lo que parecían garras de dragón. Surgían aproximadamente cada tres metros de las columnas enfrentadas. El fondo del camino se veía a lo lejos como una profunda garganta oscura.

La princesa liberó a Runaria en el suelo medio lodoso. La gata se sentó y se lamió la pata que luego frotó sobre su cabeza. Entonces maulló y no se demoró en caminar hacia la salida. Liemi la siguió de cerca y, antes de sumergirse en la oscuridad de la estancia cavernosa, tomó con la mano una de las antorchas. Parecía que la oscuridad la engulliría por completo si no se aferraba a aquella luz.

La princesa se movió lentamente. Daba tropiezos cuando Runaria se le enredaba en los pies. La humedad y el frio comenzaron a apoderarse del lugar a medida que descendían por aquella garganta. La flama oscilaba débilmente y temía que se pudiera apagar. La idea de quedar a ciegas le suponía un terrible miedo así que colocó la otra mano a modo de pantalla para protegerla de las columnas de aire que avanzaban hacia ella. Allí perdió la noción del tiempo con rapidez. Supuso que los guardias ya estarían buscándola por todas partes y eso le causaba una ligera satisfacción.

Luego de cierto tiempo, comenzó a vislumbrar el final del túnel. La luz azulada de la noche ingresaba por el extremo opuesto y apuró el paso para llegar. La figura de Runaria ya se encontraba allí, sentada sobre sus patas traseras y lamiéndose las almohadillas de una mano. Cuando Liemi logró alcanzarla se descubrió en una estancia con altas paredes a cielo abierto, por eso la luz ingresaba tan abundantemente. Esperó unos momentos a que la vista se le acostumbrara y comenzó a ver con más detalle el lugar. La ornamentación era escasa y poco acabada, como si se tratara de un trabajo que no habían querido realizar. En el centro descansaba en fino mármol, que antes había estado pintado, la figura de una hermosa mujer elfo sobre una larga caja de piedra. Allí yacían los restos olvidados de la reina Mirina.

La representación de la reina consistía en un cuerpo menudo y grácil. Estaba recostada con las piernas completamente extendidas. Se dibujaban sutilmente los pliegues del vestido que llegaba un poco por encima de los tobillos y le marcaba los pechos como si debajo estuviera desnuda. La cara no se detallaba con exactitud, los rasgos no eran del todo realistas si no que podían pertenecer a cualquier otra elfa. Los irises de los ojos eran dos ópalos verdes. El cabello caía largo sobre la roca como cascadas de mármol blanco. Algunas zonas ya habían comenzado a cubrirse con manchas de hongos debido a la falta de mantenimiento. La realidad era que el lugar estaba totalmente abandonado. Desde la parte superior del pozo se extendían hacia abajo vastas enredaderas y el suelo se cubría con varias plantas silvestres.

A Liemi le llamaron la atención dos detalles: el primero consistía en las figuras talladas a modo de bajo relieve, una a cada lado de la roca sobre la que posaba el cuerpo de la mujer. Se trataba de dos especies de demonios alados, con cuernos y colas escamadas que se enroscaban sobre sus propios cuerpos. El segundo se trataba de lo que sostenía la mujer entre las manos: un ramo de crisantemos.

Su padre, el rey Álamo, ordenó que se construyera ese lugar a pesar del descontento de otros elfos que habrían optado por arrojar el cuerpo de Mirina a una fosa común. Finalmente, los convenció objetando por la importancia de su linaje. Entonces se haría pero con la condición de que se colocara en un sitio poco transitado y, hasta el momento, prácticamente olvidado. El diseño de la tumba era simple, pero Liemi estaba segura de que allí encontraría el motivo de su incomodidad.

Los bajo relieves de monstruos a cada lado de la caja de piedra representaban a las hijas que había tenido la reina y por las que la mataron. Aquello era el recordatorio del por qué estaba allí, abandonada y sola. Pero si era verdad que su prometido del clan de minotauros había sido quien lideró la rebelión ¿Por qué sostendría la reina ese ramo de crisantemos sobre el pecho? La princesa estaba cada vez más segura de que se trataba de un mensaje que su padre dejó a las generaciones venideras: Crisantemo no hizo daño alguno a la reina, ni a sus hijas, ni al reino. Eso explicaría por qué los elfos no son dados a hablar del tema.

Dando pasos cortos, Liemi se acercó todavía más a la escultura. Se colocó a un lado y bajó el torso para ver incluso más de cerca, casi parecía que quisiera besar el mármol. Pero se detuvo antes de que su nariz rozara el frio espectral. Entonces ladeó la cabeza y terminó por apoyar la oreja, como si quisiera escuchar la respiración de su tía fallecida. El tacto le causó un escalofrío gélido y se le erizaron los vellos del brazo. Se quedó allí unos momentos, cerró los ojos y elevó una especie de oración: rogó por la vida de sus primas y pidió que Mirina las protegiera donde sea que se encontraran. Pidió también por sí misma, rezó por ser siquiera la mitad de valiente de lo que debió de ser aquella mujer para poder enfrentar a los Altos Elfos. Aunque no le sirvió de mucho le susurró una vocecita disruptiva dentro de su mente. Entonces se levantó, se sacudió el polvo con solemnidad y se dispuso a regresar por donde había llegado. Runaria la seguía tan de cerca como le era posible.

Antes de perderse en la oscuridad, un remolino de viento se elevó del suelo repentinamente. Liemi tuvo que sujetarse de una roca para no caer de espaldas. El viento se retorció por un instante. Luego escapó por el hueco donde debería haber estado el techo, como si algo lo absorbiera desde afuera. La princesa se quedó petrificada del susto. Sin embargo, comprendió que solo podía tratarse de la respuesta a sus plegarias. Con un aliento de esperanza, se irguió y siguió avanzando de un modo mucho más seguro.

Al salir de aquella estancia por la puerta de marco curvo, un soldado la vio y se dirigió hacia ella mientras llamaba a los demás guardias. Comenzaron a llegar por lo menos veinte de ellos y se formaron en dos filas paralelas delante de ella. De en medio surgió Niraj que caminaba arrastrando su túnica. Llevaba las manos ocultas dentro de las mangas largas, sujetas por el frente de su abdomen. Lanzó una mirada de desaprobación a Liemi y dijo:

─Su Alteza, los Altos Elfos hemos decidido que, por su salud, quede recluida en sus aposentos. Ya no podrá salir y tendrá un par de doncellas de compañía que la ayudarán en caso de que necesite algo. También se encargarán de las necesidades de Runaria ─la gata bufó desde detrás del vestido de Liemi y lanzó arañazos cuando un elfo grandulón quiso sujetarla ─No me mire de esa forma, Alteza, es por su bien.

Querrá decir por el bien de los Altos Elfos pensó la princesa. Sin embargo, Liemi se limitó a asentir mientras un guardia la tomaba del brazo con más fuerza de la que a ella le hubiera gustado ─Solo le pido una cosa, sabio Niraj: envíeme la flama azul. Quiero tenerla conmigo, temo que la incertidumbre me vuelva más loca de lo que podría estar ahora.

─Así se hará, princesa─ respondió el elfo con fría cortesía. Luego, con un movimiento del brazo, ordenó a los soldados que se la llevaran.

Emiria y La Peste del DragónWhere stories live. Discover now