31. Eres una piedra

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NICHOLAS

6 de febrero, 2019.

Cuatro días.

Habían transcurrido cuatro días en los que, teniéndola tan cerca, no podía tocarla.

Cuatro días en los que no me permitía dirigirle la palabra.

Cuatro días en los que debía mantener una distancia de al menos un metro porque si me acercaba más, recogía sus cosas y se marchaba.

Cuatro días en los que la culpa me había carcomido por dentro, que era justo lo que merecía. Me merecía su indiferencia y la de la pequeña que, de alguna forma, dedujo que herí a su hermana y por eso tampoco me dirigía la palabra y se dedicaba a mirarme con desilusión.

No podía distinguir cuál de las dos actitudes distantes me torturaba más; la de la persona que, sin darse cuenta, me ayudó a curar las heridas que no sabía que tenía o la de la pequeña que con el pasar de los meses se convirtió en mi polo a tierra; ganarme una sola sonrisa suya afianzaba mi lucidez.

Y ahora ninguna quería tenerme cerca.

Hundí lo único positivo que me sucedió en años.

Respiré hondo. Esta nueva Alice... ni siquiera la reconocía. Siempre había sido capaz de leerla con tan solo mirarla; no conocía a una persona más expresiva que ella. Sin embargo, ahora casi parecía que... una capa de hielo la envolvía cuando estaba a mi alrededor. Me hizo incapaz de reconocer algún sentimiento o emoción en su rostro.

Y la capa funcionaba tanto que comenzaba a preguntarme si sus sentimientos por mí desaparecieron tan pronto.

En este momento, mientras salía de una de las duchas de los vestuarios, ni en otro, había podido parar de pensar en ella. El lunes, ni ayer, martes, la acompañé a su primera clase, me evadió cuando coincidimos en la cafetería y no me esperó en las gradas del campo para regresar a casa luego del entrenamiento. Los rumores de que lo nuestro terminó empezaron a esparcirse cómo la pólvora y las ganas de estrangular a todo el idiota que tuvo la osadía de creerlo, repetirlo o preguntármelo aumentaba cada segundo.

Porque yo no quería creerlo. Ella dijo... Dijo que no sabía en qué posición nos dejaba lo que hice. Eso... no significaba que terminó, ¿no es cierto? No podía terminar así.

—Estuviste de la mierda ahí afuera, amigo.

El comentario de Isaac, uno de mis compañeros de equipo, me sacó de mis pensamientos. Apreté la mandíbula. Como mariscal de campo debía liderar el equipo ofensivo; en otras palabras, debía decidir y comenzar las jugadas que realizábamos para anotar. Y hoy cada una de mis decisiones y la manera de ejecutarlas fueron una mierda. Todos lo sabíamos.

El fútbol siempre fue mi lugar seguro. Lo único en lo que me destacaba sin esforzarme demasiado. Y últimamente ni eso se me daba bien.

—¡Blake! —La voz dura del entrenador Hotch atestó los vestuarios. Se detuvo en la entrada enderezando la espalda—. A mi oficina. Ya.

No respondí y me limité a terminar de deslizar la chaqueta por mis hombros. Pasé por alto las miradas de mis compañeros mientras lo seguía; principalmente las represivas de James y Jared. No había hablado con ellos desde el lunes. Discutimos gracias a mi actitud de mierda últimamente y ahora nos encontrábamos en la agotadora etapa del silencio hasta que alguno se animara a disculparse primero.

—Cierra la puerta y no tomes asiento. Seré rápido. —Hotch se acomodó en la silla giratoria frente al escritorio.

Tal y como ordenó, cerré la puerta y me detuve frente al hombre maduro mirándome con el ceño fruncido. Me estudió detenidamente por varios segundos.

Un giro inesperadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora