Ultrajado, mal tratado y denigrado eran los adjetivos que definían el estado de Borja, un Omega roto y sin consuelo cuyos ojos parecían una tormenta eterna. Su madre, preocupada por su salud, acude con el mejor psicólogo que puede costear, el doctor...
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Efectivamente las noches eran la peor pesadilla para el médico, Samuel pasaba de aquí para allá en la casa mirando por las ventanas. A veces y disculpándose mentalmente, se paseaba por la habitación de Luzuriaga inspeccionando que todo estuviera en orden.
El chiquillo lo preocupaba en demasía. Su madre de igual manera. Raúl había llamado a eso de las tres de la mañana para asegurarle que la situación estaba controlada, habían hallado pistas del paradero de la mujer y eso lo alivió muchísimo. Sin embargo, no lo libraba de todas sus preocupaciones y angustias. No podía perder a alguien más.
Cuando se aseguró de que Cánovas estaba fuera haciendo de vigía, apenas pudo acostarse. Su cama estaba al nivel del suelo cual tradicional nido, uno que se sintió ruidosamente vacío y desolado justo como él. Raúl se lo había advertido pero con todo el estrés que ha estado viviendo, había olvidado tomar sus antidepresivos y le era tan difícil dejar de recordar o siquiera pegar un ojo cuando no lo hacía.
El estrés postraumático que había sufrido lo llevaba a estar alerta aún cuando su cuerpo le rogaba por descanso. Raúl le daba terapia desde hacía mucho tiempo y eso consiguió que pudiera tomar una carrera brindando le la posibilidad de seguir con su vida, mas eso no implicaba que lo había olvidado todo.
Daba vueltas en la cama intentando llamar al sueño, queriendo dejar de pensar. Se sentía solo y afligido, durante años quiso hacer amigos, encontrar el amor de nuevo quizás y sus intentos solo quedaban en abandono. Mirarse al espejo era difícil, observar sus manos que ahora salvaban vidas y recordar que tiempo atrás eran usadas para robar las lo asqueaba. Todos sus intentos de tener pareja fallaban cuando se enteraban de lo que hizo en la guerra, pero nunca le daban tiempo a explicar nada, el no quería, era muy joven cuando fue obligado por los de su raza a pelear.
Y sin embrago, la única mujer a la que amó se le fue arrebatada. La luz de su esperanza se extinguió hace muchísimos años, llevándose con ella cualquier alivio o consuelo. Él no quería eso, él la quería a ella. Se culpaba, y culpaba al mundo que no lo dejó ser feliz. Pero eso no lo detuvo, ella no lo querría así.
Se levantó adolorido en cuerpo y alma, arrastrando silenciosamente los pies descalzos por el piso de caoba;que de algo le valieran sus riquezas y adquisiciones como exmilitar, caminó por los pasillos oscuros sin inmutarse por el espesor de la noche.
Casualmente echa un vistazo para ver a Cánovas erguido en toda su altura, es un hombre formidable en batalla a quien le confiaría su vida ciegamente. Y entonces las alarmas resuenan en su cabeza cuando lo ve tensarse, el hombre no usa armas, él es un arma.
Corre escaleras abajo asegurándose de que todo esté perfectamente cerrado y se mantiene alerta, con cualquier paso en falso está dispuesto a romper su promesa y salir de la casa con intenciones asesinas.
Cánovas lo busca con la mirada a través de los ventanales, hace señas específicas hacia la ventana de la cocina que él capta de inmediato y se alista mental y físicamente para atacar. Conforme avanza siente un olor distinto, algo familiar, y lo encuentra: la bata de Olivia; no se atreve a acercarse hasta que se asegura de estar solo.