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Existe una vieja y conocida leyenda china: El Pastor y la Tejedora, según se cuenta el pastor de reses era un hombre muy humilde y de inmenso corazón que conoció a una joven tejedora, que, en realidad, era una diosa que deseaba dejar su vida en los cielos para unirse a la tierra.

El amor entre ambos brotó tan rápido como bambú bajo la tibia lluvia, y terminaron contrayendo matrimonio del que nacieron dos hijos acunados a aquel amor; desde entonces, la familia no conocía otra cosa que no fuera la felicidad.

      Pero allá arriba, en el cielo, el rencor hacia la afortunada vida de la diosa, ahora tejedora, la obligó a subir de vuelta pese a sus eternos pero mortales sentimientos hacia su esposo y sus hijos.

La separación enfermó al hombre y este claramente no dejaría ir a todo lo que ahora podía llamar suyo, y entonces la siguió.

Viendo que era imposible desprenderlos, el cielo abrió un rió entre ambos amantes, separándolos. Y desde entonces, el pastor y la tejedora solo han podido verse a los extremos de la vida láctea, donde nada más a ellos existe, donde sabían que, a pesar de la distancia, sus corazones estaban junto al otro.

La vida era una bastarda.

     Siempre preciosa, dolorosa, pero una pesada hija de puta que se regalaba al mejor postor, al primero que tirase de sus hilos.

¿Qué tan conveniente era ser ignorante? No todo en el mundo tenía el privilegio de hacerse esa pregunta.

Y...

¿Qué tan conectado al sol estaba como para que este entrara, se desvistiera sobre sus paredes y lo besara por sus pies? Aquella suave calidez.

   Era como el gesto del sol de las cinco de la tarde, el que amaba, el que imagina, pintaba y escribía.

El haber abierto las ventanas a las cuatro de la mañana para regresar a la cama, habría sido una idea estúpida para muchos, pero justo en ese momento, el haberlo hecho, no le regaló más que un dulce aroma a mandarinas, eucalipto y lavanda.

Luego de que el viento revoloteara sus largas pestañas, abrió sus ojos lentamente y contempló aquella imagen, los tonos celestes, los amarillos pastel y los verdes, se besaban en su blanca habitación, y lo hicieron sentir con vida. Estiró su cuerpo en una sonrisa mientras el largo gesto desprendió el olor de las sábanas, suave y limpio.

Estaba en casa.

¡Oh, si tan solo pudiera quedarse en cama todo el día!

Abrazado a su cuerpo, a su alma, a su mente y corazón.

       Doyoung había despertado con hambre, y aquel árbol de mandarinas ya tenía preparado su desayuno.

Para cuando salió al patio de aquella hermosa casa, ya había varias en el suelo, por lo que no tardó en tomarlas todas, poniéndolas entre la bolsa que hizo con su camisa. Arrancó un poco de lavanda y eucalipto y recordó que, de no ser por su madre, aquellas dos habrían muerto ya. En cambio, el aliento de bebé, ¡oh, Doyoung lo cuidaba con su alma!

     No pudo evitar sonreír al ver los muchos ramos que ahora había. Era como si hubiesen brotado de la noche a la mañana.

En silencio agradeció a su madre por haberlo ayudado a encontrar aquella casa, en una zona muy parecida al cielo.

Al menos así era como él se lo quería imaginar.

A la tercera mandarina, sintió su panza explotar, pero aun así bebió una taza de su café descafeinado, del que ya quedaba poco. Debía de hacerle una lista de despensa a Jaehyun, ya no tenían muchas cosas y al menor no le gustaba que eso pasara.

daTUra | JaeDoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora