Capítulo 1

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I

Lord Cuthbert nunca había sido un hombre fácil. A los veintiséis años, ya se había visto envuelto en más de quince escándalos, la mayoría de ellos erróneos, pero escándalos, al fin y al cabo. Aunque a decir verdad, ninguno de ellos había sido problema, no para un hombre como él. Su sociedad decadente, su apellido y sus medallas eran símbolos de respeto que le ayudaban a limpiar su nombre cada vez que éste era amenazado.

Además, sentía particular afecto por cada uno de los rumores; le resultaban estimulantes más que peligrosos. Sin embargo, aquella comodidad no podía ser infinita. El refugio que solía ocupar para evadirlos terminó por dañarse, y gracias a ello, su vida experimentó un cambio radical.

Al inicio había sido fácil ignorarlo, pero ahora, después de un par de semanas, el último rumor prácticamente se había convertido en noticia local. Era casi imposible salir a la calle sin que sus vecinos se le quedasen mirando y murmurando a sus espaldas lo sin vergüenza que era por andar a plena luz del día, como si tuviera derecho de seguir con su vida cotidiana. Aparentemente, había perdido ese derecho.

Hacía dos días que no salía de su casa, situación que le parecía aberrante porque las cosas interesantes siempre sucedían tras las rejas de su hogar, ahora convertido en una fortaleza de la que ningún hombre vivo podía escapar siendo el mismo que cuando entró.

Aquella idea le parecía romántica. Entrar a un sitio donde al ingresar uno era alguien y al salir era otra persona. Aquel cambio, aquella diferencia que se concretaba en el alma, le parecía excitante e intimidante. Perder lo que ya era, lo que ya poseía únicamente para renacer, comenzar de nuevo. ¿Era un precio que estaba dispuesto a pagar? No, no todos lo estaban y él tampoco, no por segunda vez consecutiva. No ese año. No ese siglo. No esa vida.

Había tardado un tiempo para poder estar ante su reflejo en el espejo del baño, donde se hallaba solo, lugar de secretos e intimidad, donde estaba él contra el mundo. Había pasado demasiado tiempo antes de que pudiese reunir el valor necesario para apreciar su reflejo y no sentirse miserable al mirarse directamente a los ojos y recibir la mirada de vuelta.

Todo el dolor por el que había atravesado, noches en vela y días en guardia, no se perderían por culpa de un mínimo error. No podía, no debía, Edmund no lo soportaría, porque bien sabía que pequeños errores podían desatar guerras. Guerras en las que no sólo se perdían vidas, corazones latentes, pulmones funcionales, manos que sentían; sino que también se extraviaban reflejos. Reflejos que se distorsionaban y rompían cuando alguien los miraba a los ojos, en espera de que ellos devolvieran una mirada familiar, sin éxito.

Edmund miró a través de la ventana, el sol poniéndose en el firmamento por sobre los techos de las casitas de un barrio adinerado. Se teñían de colores rosa, amarillo y naranja reflejando el cielo y pariendo destellos sagrados de éter, con rayos de un sol anciano que penetraba las nubes de algodón. En conjunto, creaban un cielo de sutil y hogareña elegancia.

Ver más allá le provocaba punzadas en el pecho y en la punta de los dedos, tensaba sus músculos y hacía que sus ojos lagrimearan. Desde su pequeño estudio, podía ver el atardecer, pero no fuera de él. Fantasear con la idea de que jamás volvería a poner un pie fuera de su umbral le causaba un dolor en el vientre y una sensación colérica que se extendía desde el cuello hasta más abajo de los músculos abdominales. Qué molestia. Qué lástima el cruel destino que había obtenido. Ahora que había perdido su libertad, era cuando más la necesitaba.

Anhelaba la brisa del atardecer en el puente de Londres, el aroma amargo del tabaco en los bares, el distintivo sonido del jazz y el fresco sabor de las notas cítricas que producía el paladear un buen champagne. Era inevitable e inútil añorar algo intangible como eso. Aunque no podía negar que aquel trágico desenlace se debía únicamente a su mano negligente.

La esposa de Lord CuthbertDonde viven las historias. Descúbrelo ahora