Capítulo 12

64 1 7
                                    

XXVII

Por supuesto que el jardín de Lady Maxwell era uno de los jardines más hermosos en ese barrio de Londres. Pero no era superado por el de la familia Byrne. Ese sí que era un jardín esplendido, sublime. Tenía una fuente de mármol y un pequeño laberinto de matorrales que formaban hermosos arcos.

Las nomeolvides y margaritas despedían un sutil aroma que con ayuda de la brisa de medio día impregnaban el vestíbulo que daba al jardín, donde el ambiente siempre permanecía fresco y los sofás, las mesitas y el librero creaban un ambiente hogareño perfecto para un día de verano.

El laberinto comenzaba al otro lado de aquel balconcillo, con cuatro elegantes entradas a una materialización botánica de gran belleza. Amplios eran los pasillos de hierbas, puesto que no era extraño encontrar en los sub-jardines pequeñas reuniones o pláticas privadas en los eventos que se llevaban a cabo. En cada una de esas pequeñas estancias podían encontrarse aún más flores y árboles frutales, o alguna estatua y bancos. Un faro alumbraba el camino hacia el interior del laberinto.

En el centro de todo, donde el corazón de los setos convergían, se hallaba un jardín utópico inglés, en dónde un elegante pabellón con bancas de mármol se elevaba, entre las barandillas jarrones de porcelana llenos de flores recién cortadas adornaban casi de forma barroca la estancia. También había un pequeño estanque con carpas que producía un efecto espejo contra los muros del pabellón y el tronco de los árboles que crecían en el amplio corazón del jardín, libremente cuán largos eran, sin señal de haber sido domesticados como los arbustos mismos que creaban las paredes y el confuso camino hasta el interior del lugar.

Era una analogía maravillosa lo que había hecho la familia Byrne con aquel lugar, la idea de realizar un viaje complejo de encrucijadas confusas que al final, una vez el sujeto reconoce, es capaz de encontrar su rumbo sin que ninguna constante externa intervenga, para así mostrarle un lugar quimérico, reflejo de las capacidades y fragancia que cada ser humano posee.

En aquella ocasión, Rebecca y Ryan habían sido los anfitriones de la reunión de las seis. Se suponía que sólo sería el té, pero poco a poco, la champaña y el vino comenzaron a danzar en elegantes y pequeñas copas.

Ryan y Edmund estaban en uno de los jardines del laberinto, uno de esos que estaban bastante acercados al centro de todo donde la gente prefería no ir a menos que desearan realmente solos, nadie iba a buscarlos ahí porque se hallaban en la fiesta; por ese motivo Ryan y Edmund lo escogieron como sitio pasional. Besándose en paz, enredándose entre los matorrales del laberinto que nadie solía visitar. Para cuando se separaron ya llevaban una hora desaparecidos de la fiesta, así que decidieron volver.

Edmund salió primero. Miró a Caroline de pie a lado de la mesa de postres, bebiendo champaña y comiendo una pequeña tarta de fresa. Sonrió.

—¿Disfrutando la velada, Lady Cuthbert?

Caroline se limpió la crema con el dorso de la mano. Edmund se detuvo a su lado mientras revisaba la variedad de pasteles.

—Donde hay comida, la vida es felicidad—respondió Caroline. Edmund tomó un panquesito de chocolate—¿Ves a alguien comiendo de mis muffins? —preguntó ella en voz baja.

—Además de mí, sí, por supuesto—Edmund se llevó un pedazo a la boca—tienen buen sabor, están suaves y esponjosos, eres una buena pastelera, sabes hornear.

Caroline entornó los ojos.

—Cualquier ser humano debería de saber algo tan básico como encender un horno.

—Eres una presumida.

—No soy presumida, no es mi culpa que yo sea un ser humano útil.

Edmund se quedó boquiabierto.

La esposa de Lord CuthbertDonde viven las historias. Descúbrelo ahora