II
Al final asistió al baile de Lady Maxwell; en un traje verde confeccionado por un maestro de alta costura, los zapatos brillantes, el cabello bien peinado, el rostro afeitado y manejando el Duesenberg J del modo más digno y elegante que un hombre de dinero se podía permitir.
La casa de Lady Maxwell estaba a un par de millas de distancia a la de él, podía ir caminando, pero llegar en el Duesenberg J aseguraba miradas. Llegó tarde como acostumbraba y estacionó el auto frente a la casa, en el mismo sitio que el chico del servicio guardaba para él.
La luna ya brillaba sobre su cabeza, enorme y eterna. La casa estaba bien iluminada y desde la distancia podía escuchar la alegre música y las risas, además de percibir el aroma a pasteles y champaña.
Siempre le habían gustado las fiestas de la viuda Maxwell, era una mujer de lo menos sencilla, con un ácido sentido del humor que su esposo amaba y el cual se había disipado un poco una vez él estuvo en la tumba tras la plaga de hacía cinco años. Lo que no se disipó fue la esencia de las grandes fiestas que organizaban, en parte porque la mujer disfrutaba traer alegría y enterarse de una buena historia de vez en cuando.
Edmund y ella eran grandes amigos. Podía decir que era como una madre y sino como una madre, por lo menos si como una abuela que sabía todo acerca de él y a la que le podía contar cada una de sus travesuras a lujo de detalle. La mayor parte del tiempo recibía un sermón, pero le daba igual mientras pudiera seguir hablando con ella.
Lord Cuthbert sacó un cigarro, le dio una calada y miró la mansión de un rosa chillón, enorme e imponente, llena de gente con perfectos ojos que linchaban. Dejó escapar el humo, se armó de valor y entró.
El cigarro se apagó en las baldosas del jardín.
III
Una vez puso el pie en la entrada del salón, las miradas y cuchicheos recayeron sobre él. Se acomodó la corbata mientras tomaba aire y se adentraba entre la multitud, en busca de Lady Maxwell.
La música sonaba suave como el murmullo de un riachuelo corriente abajo, las voces y risas de las personas se convertían en enormes olas golpeando contra las rocas de las bahías. El aroma del salón, a sudor, pasteles y exceso de flores, mareó a Edmund. Pretendió fingir que no.
Los metálicos vestidos de las muchachas y los vibrantes trajes de los hombres le volvieron a la realidad. El brillo de los labios, los ojos penetrantes, peinados elegantes y cortos, corbatas perfectas, zapatos lustrosos, vestidos azules y trajes rosados.
—¡Lord Cuthbert!
Se detuvo y giró a mirar al grupo de personas que le esperaban. Todos ellos vestidos de manera elegante y con copas de vino bien llenas. Todos sonriendo de una manera gélida e hipócrita.
Entre ellos estaba el viejo Mr. Morrison, su editor, Gerald Jobbington, famoso por cazar doncellas al por mayor y el Capitán Virgil Winthrop. La tríada de todos sus miedos junta en un sólo salón. Incluso podía pensar que aquello era una conspiración en su contra.
Edmund les devolvió la sonrisa mientras se obligaba a avanzar en su dirección. Al ver que se les acercaba, Virgil Winthrop enderezó la espalda y tomó aquella actitud desafiante con la que vivía. Edmund ni siquiera le miró.
—Mr. Morrison—dijo Edmund mientras el hombre le daba una copa limpia—es un placer.
—El gusto es nuestro, Lord Cuthbert, hacía días que el sol ni la luna lo veían—le sonrió con un plato de tarta de fresa en la mano.
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La esposa de Lord Cuthbert
RomanceHistoria para concurso ONC2023 Inglaterra, 1923. Lord Edmund Willaim Cuthbert es un joven escritor, guapo y talentoso, con la costumbre de envolverse en toda clase de rumores que hasta hacía un tiempo no habían tenido repercusión. Por lo menos ant...