Capítulo 16

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XXXVI

Estuvo aquí. Todo el tiempo. Un año y quince días exactamente; antes de aquella fiesta, donde todo inició. Cuando recibí la carta de su abuela también lo encontré a él, vagando de casualidad en la plaza donde todo el mundo pinta, listo para vender sus cuadros. Genuinamente me interesé en su trabajo, pero después me dijo su nombre, Caroline Christie, así que me vi en la obligación de decirle el mío. La cara que hizo. Pagaría por volver a verla.

Me pareció interesante la coincidencia que hubo, porque ni yo lo planeaba buscar ni él a mí. Ya tenía yo suficiente con la muerte de Horace como para enfocarme en el estudio de un jovencito al que vi un par de horas en el funeral del su abuelo y del cual únicamente ubicaba por su nombre y las pocas fotos que Charlotte me enviaba. 

Encontrarme con él, me pareció una idea estimulante. Ahora que lo pienso, se trataba únicamente de que ambos estabamos solos en el mundo. Por eso lo traje conmigo y él aceptó.

"—Esta será tu habitación. Ponte algo de ropa decente, jovencito. No jugaras a ser travesti en esta casa.

—Me gustan los vestidos—dijo.

Suspiré.

—Entonces ponte lo que desees".

Se vistió como muchacho, por supuesto. Podían gustarle los vestidos, pero no iba a fingir ser alguien que no era por el simple placer de molestarme. Los tres primeros días se paseó por la casa temeroso, apenas si abrió la boca para pedir un vaso de agua. Se limitó a existir. A la semana ya nadie podía hacerlo callar. Era bastante alegre tenerlo en esta casa, creo que en el fondo, a todos nos complacía que estuviera correteando por ahí. Siempre estaba dispuesto a todo, ayudar al personal, a trabajar en el jardín, hizo de todo, excepto poner un pie en ese umbral. No salió de esta casa en un año, ¿puedes creerlo?

Volvió a dibujar. Charlotte estaba preocupada porque había dejado de pintar un poco, pero aquí lo retomó. No dejó de dibujar, mucho menos de leer. Parecía ser un muchacho que había estado de luto por varias muertes, incluyendo la suya, y que ahora comenzaba a revivir. No hablé con él acerca de lo que había pasado en Tetsbury. No al inició, no deseaba lastimarlo, mucho menos que llorara, porque en parte yo no tengo la menor idea de como calmar a alguien llorón, por otro lado no quería abrir una herida que apenas estaba comenzando a cicatrizar. No habría sido humano de mí parte. Además de que temía no volver a escucharle reír. Su risa no tiene precio alguno, como seguro ya sabes, Eddie.

Eventualmente, el tema surgió.

XXXVII

Todos tienen pecados. Todos tienen deseos, algunos demasiado íntimos e inmorales a tal nivel que ningún organismo vivo y caviloso debería conocerlos a detalle absoluto debido a la naturaleza indecorosa de los mismos. Todo ello porque la sociedad lo había planteado como erróneo. Con gente moralista y libros de enseñanza que planteaban el mal y el bien como doctrinas más allá de lo que la maldad del ser humano es capaz de tolerar.

Aquello era de conocimiento público, pero por principios éticos, las personas acarreaban con ese sistema ideológico para así ignorar sus propios deseos aberrantes y conseguir adaptarse a la sociedad de su época. Pocas eran las personas que lograban huir del estándar convencional que se había planteado y conseguían vivir su vida bajo sus propias reglas.

Nadie sabía mejor sobre el tema que Theodore Hamilton, un hombre correcto que vivía con la decencia y el honor de serlo ante el mundo, un claro ejemplo de lo que era ser un caballero.

Theodore que había nacido en una familia acomodada, con grandes negocios y dinero suficiente para subsistirse por décadas sin mover un solo dedo. Theodore, el único hijo, heredero de la fortuna de la familia Hamilton, graduado de Oxford con honores y formado como un hombre decente que una vez cumplió sus propósitos académicos y sociales contrajo matrimonio con una mujer decente, adinerada y guapa. Theodore que tras ello, había ido a la guerra en nombre de su nación y había vuelto con un par de medallas por su valentía en el frente, símbolos de compensación por la cirugía de rodilla que había tenido que soportar durante horas para que al final los médicos le informaran que tendría que hacerse de un bastón por el resto de sus días.

La esposa de Lord CuthbertDonde viven las historias. Descúbrelo ahora