Parte 9

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La cocina era un auténtico hervidero. Fogones de leña eran alimentados sin cesar para hacer posibles los milagros alquímicos que allí se obraban. Carnes, pescados, verduras, legumbres y especias se convertían, gracias a las habilidades de las cocineras, en sabrosas sopas, exquisitos guisos y deliciosos asados. Más de treinta personas se afanaban por tenerlo todo preparado para el banquete del conde.

Thuala contempló aquel ejercicio de prestidigitación desde el umbral. Fueron unos instantes que la dejaron maravillada. Después, prosiguió su camino hacia la bodega, acompañada de otra sirvienta. Portaban varias jarras de vino vacías que debían dejar prestas antes del comienzo del festín.

Cuando regresaron al salón principal del palacio, varios invitados ya aguardaban a la llegada de su anfitrión.

—El conde suele ser el último —comentó Rena, la otra escanciadora, en voz baja—. Le gusta recordar a sus cortesanos lo insignificantes que son sin él.

—¿Llevas mucho tiempo al servicio del señor? —preguntó Thuala.

Se encontraban en una esquina del salón, junto a la mesa de las bebidas. Susurraban con disimulo, mientras aguardaban a que se iniciase el banquete.

—Demasiado. Conozco a cada uno de los que veréis sentados a estas mesas; podría hacer un catálogo de sus honorables gustos culinarios y, por desgracia, también de los que no lo son tanto.

—¿Qué insinúas?

—Que esas maneras pomposas y ese porte aristocrático esconden seres depravados, sin escrúpulos, capaces de las mayores atrocidades con tal de satisfacer sus abyectos deseos.

—Ese vocabulario no es propio de una criada.

—No siempre fui una sirvienta. Mi familia era noble, antes de caer en desgracia por culpa de las maquinaciones del conde... —hizo una leve pausa, como si recorriese algún remoto lugar de su memoria—. Tu tampoco tienes el habla de una pueblerina —añadió con suspicacia.

—Tuve suerte; me enseñaron a leer de niña.

La expresión de Rena denotó lo poco creíble que sonaba aquella explicación. No obstante, pareció importarle poco.

—Si de niña la fortuna te sonrió, parece que ha empezado a darte la espalda. Las nuevas doncellas del conde suelen durar poco en palacio.

—Sin embargo, tú te has mantenido a su servicio durante varios años, por lo que comentas...

—No puede desprenderse de mí. Tengo sangre noble. No como tú o las que te precedieron. En cuanto ese montón de degenerados se fijen en tus curvas y tu generoso escote, empezarán tus problemas. Vete de Ul Kent antes de que sea demasiado tarde para ti.

Thuala fingió asustarse por las advertencias de Rena. Zhoe, la campesina que fingía ser, habría atendido los consejos de su compañera y habría huido de la ciudad, pero Thuala tenía otros propósitos.

El golpeo de una vara metálica sobre el pétreo suelo cortó la conversación entre las dos muchachas. El maestro de ceremonias anunció la entrada del conde Ver Niels y su esposa. Ambos iban engalanados con trajes de terciopelo verde. Ella, con un vestido ceñido que realzaba su figura. Le llegaba hasta los pies y ensanchaba en su parte baja, terminando en pico por detrás. El conde, por su parte, portaba una casaca con botones dorados que le llegaba por debajo de la cintura. La combinaba con calzas ajustadas que evidenciaban la delgadez de sus piernas.

Los dos caminaron por el centro del salón, bajo los aplausos de sus invitados, hasta llegar al lugar preeminente situado en el extremo de la sala. Tras ellos, apareció otra figura que no fue anunciada: cabello canoso, que le caía lacio hasta los hombros, barba bien perfilada, tupida, nariz ganchuda, túnica azul oscuro y un bastón largo, que casi igualaba su nada desdeñable altura. A Thuala le sobró un vistazo para detectar el fulgor que emanaba de él y se proyectaba sobre el conde.

—¿Quién es? —preguntó Thuala a su compañera, indicando con un leve gesto de su barbilla hacia el hechicero.

—Wilder, el nuevo consejero del conde. Dicen que es un mago muy poderoso. Llegó hace un año a la ciudad y en seguida se convirtió en la mano derecha del conde. Todo pasa bajo su supervisión.

—No me extraña —pensó Thuala—; ha convertido al conde en su marioneta gracias a un conjuro de sumisión. ¿Cómo conseguirá mantenerlo activo sin agotar su xhie?

El silencio que se hizo en el salón puso fin a la conversación entre las dos. Todos los comensales acudieron a sus lugares en las mesas y esperaron en pie hasta que el conde anunció:

—¡Que dé inicio el banquete!

Los invitados tomaron sus asientos y comenzó la locura para Thuala y Rena; estaban sedientos y las dos criadas no daban a basto para llenar las copas que aquellos intrépidos bebedores no cesaban de vaciar. Quien pronto tomó ventaja fue el conde; tres copas en menos de cinco minutos. La llegada de los primeros platos permitió a las escanciadoras tomarse un respiro.

El requerimiento del conde para que se llenase su copa por cuarta vez llevó a Thuala a la mesa principal. Tras depositar el purpureo líquido en el interior del dorado recipiente del conde, este reparó en Thuala.

—¿Eres nueva? —preguntó, proyectando su ebrio aliento sobre ella.

—Sí, excelencia. Comencé a su servicio hace unos días.

—Me gusta que se renueve el personal —la mirada del conde estaba prendida del escote de Thuala—. Ayuda a combatir la monotonía.

Thuala sintió como el conde rozaba su brazo con el dorso de la mano. El contacto le resultó desagradable e hizo un movimiento brusco. Un poco de vino se vertió en el suelo y salpicó la túnica de Wilder, que ocupaba el asiento contiguo.

—¡Ten más cuidado, muchacha, o sufrirás las consecuencias de tu incompetencia! —fue poco más que un susurro, áspero y profundo, acompañado de un destello de fulgor, pero provocó que Thuala se paralizase unos instantes. Sintió la intensidad de aquel poder y comprendió que se hallaba frente a un hechicero fuera de lo común.

Necesitó hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no responder con su propio fulgor a la amenaza de Wilder. Inclinó la cabeza y adoptó una pose asustada:

—Disculpe, señoría. No volverá a ocurrir.

Thuala se alejó de la mesa principal e intentó que fuese Rena quien se ocupase de abastecerla de bebida. El banquete transcurrió entre risas y conversaciones banales, mientras algunos equilibristas entretenían a los invitados con sus piruetas y cabriolas.

El momento estelar llegó con los postres. Los sirvientes atenuaron la luz, apagando la mayoría de las velas y antorchas que iluminaban el salón. Tan solo quedó el fuego de la gran chimenea, situada en uno de los laterales de la estancia, y las lámparas del techo, cuyas candelas estaban a demasiada altura como para ser apagadas con facilidad. Se creó un atmósfera expectante, llena de sombras titilantes y de murmullos intrigados.

Los primeros acordes de una cítara de fuelle sirvieron de antesala a la entrada de cuatro sirvientes. Sobre sus hombros, como si de una procesión idólatra se tratase, portaban un soporte de madera en el que reposaba un castillo de gelatina verde. En su interior, trozos de fruta escarchada se mecían en un suave vaivén. No obstante, lo que llenó de asombro a los comensales fueron las cuatro antorchas situadas en las esquinas de la plataforma. Proyectaban un fuego chispeante que realizaba un sonido peculiar, como un siseo. La estancia se llenó de destellos anaranjados y rojizos, que se extinguieron cuando los criados depositaron el manjar delante de la mesa principal. Entonces, la sala atronó con un fuerte aplauso y un sinnúmero de elogios hacia los anfitriones.

Cuando los aplausos disminuyeron, tras el orgulloso agradecimiento del conde, la música fue acompañada por una canción. La dulce voz del juglar provocó que a Thuala casi se le cayeran las jarras vacías que llevaba de vuelta a la bodega...

RenegadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora