Parte 5

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«Durante lustros estuvo la princesa esperando, recorriendo de parte a parte los confines de su reino, ansiando que, en cualquier momento, un mensajero veloz le trajese noticias de su amado».

El sonido de la cítara acompañaba la melosa voz, que tenía a toda la audiencia embelesada.

«Mas los años pasaron, con la inexorable lentitud que atenaza la esperanza, y la tristeza fue dejando huella en el lienzo de su alma. Su padre, desesperado, le exigió que con otro príncipe se casara, pero ella, fiel a su promesa, una y otra vez se negaba». 

Las palabras, mecidas en canción, iban adormeciendo a todos los que se encontraban en la sala.

«Hasta que un día, su padre, el rey, temiendo quedarse sin heredero, decidió entregar la princesa a quien venciese en singular torneo. Para cumplir este propósito, se convocaron a los más aguerridos caballeros, que de todos los lares vinieron a disputarse, en buena lid, el hermoso premio. Mas, a pesar de su valentía y denuedo, ninguno consiguió derrotar al enigmático caballero negro».

Llegados a esta parte de la narración, casi todos los presentes yacían sobre sus mesas o asientos durmiendo.

«Y llega aquí el final de este insólito cuento, pues cuando el rey pidió que revelase su rostro al valiente caballero, la sorpresa y la consternación se adueñaron de cuantos lo vieron. No era un hombre el causante de aquel absoluto desconcierto, sino la propia princesa, que había engañado tanto a su rey como a su pueblo».

Ni siquiera se mantenía despierto el posadero...

«Recubierta con férrea armadura y yelmo, la princesa había luchado por su libertad y su reino. Y mostrando sus heridas como ejemplo, jamás nadie podría cuestionar la validez de su éxito...».

Los últimos tañidos de la cítara se extendieron como una dulce bruma por el salón principal de la posada. El bardo observó la estancia con tranquilidad y sonrió con suficiencia, mientras los ecos de sus palabras se mantenían en el plácido ambiente. Una vez seguro de que su hechizo había surtido efecto, se dirigió hacia una de las mesas más apartadas, donde tres fornidos guardianes dormitaban. Por sus emblemas y la calidad de su uniforme se veía que formaban parte de la guardia personal del conde. Con cierta delicadeza, levantó la cabeza del que lucía las insignias de sargento. Entonces, puso la mano sobre su frente y comenzó a susurrar un conjuro en su oído. Un brillo azulado se proyectó desde su palma y envolvió la cabeza del sargento...

—Si no tuviese constancia de que estás muerto, te calcinaría ahora mismo con una bola de fuego —amenazó Thuala cuando el bardo hubo terminado su hechizo—. Quizá debería hacerlo... —una bola de fuego comenzó a flotar a poca distancia de la mano de Thuala—, por si te has escapado de tu tumba y estás expandiendo tu podredumbre por el mundo...

El bardo se quedó petrificado. Su expresión pasó de la sorpresa indignada a un tímido regodeo sarcástico, para concretarse en un desconcierto vacilante, tiznado de temor.

—¿Thuala? ¿Eres tú?

—Veo que, al menos, no has olvidado de mi nombre... Hadar, el embustero —se había dejado crecer el pelo hasta los hombros, cambiando su color a un castaño poco agradecido, y su rostro era distinto, más anguloso y, en cierto sentido, algo desproporcionado, pero esa voz embaucadora y esos ojos color miel eran inconfundibles.

—¿Qué haces aquí? ¿Cómo es posible...?

—Eso mismo debería preguntarte yo a ti —comentó Thuala, mientras se acercaba al bardo sorteando sillas y mesas pobladas de clientes dormidos; la bola de fuego seguía fluctuando sobre su mano.

—La Orden te persigue, no deberías estar en estas tierras —comentó Hadar, una vez recuperó parte de la compostura.

—Dime algo que no sepa... —ironizó Thuala; la bola de fuego comenzó a dar vueltas alrededor de su mano—. No estás en disposición de dar consejos, querido. No, después de constatar cómo he sido engañada durante los tres últimos años. Los farsantes tienen la mala costumbre de perder la autoridad moral, si alguna vez la tuvieron.

—Todo tiene una explicación, Thuala, te lo prometo. Pero no es un buen momento...

—A mí sí me lo parece. Nadie puede escucharnos, al menos, mientras tu hechizo siga actuando.

—Sabes que no podré mantenerlo durante mucho tiempo más. Si no lo finalizo pronto, agotará mis energías.

—Es verdad, no recordaba lo débiles que sois los hechiceros incapaces de canalizar desde una fuente distinta a vosotros mismos. En cambio, yo podría calcinarte usando tan solo el crepitar de esa chimenea —señaló al fuego que ardía en el hogar del fondo de la sala— y sin apenas esfuerzo. Así que dame un motivo para no hacerlo o atente a las consecuencias...

El bardo no pareció tomar en serio aquella amenaza y caminó hacia suposición inicial en el centro de la sala. La bola de fuego de Thuala se interpuso en su trayecto.

—No deberías demorarte demasiado en las explicaciones, no sea que tu frágil salud se resienta —insistió Thuala, con evidentes signos de enojo.

—No fui yo quién te traicionó, Thuala. Lo sabes.

—Es cierto, no fuiste tú. El culpable quedó reducido a cenizas antes de iniciar mi diáspora. Tú te limitaste a desaparecer; me abandonaste y me hiciste creer que habías muerto.

—Tienes razón, desaparecí en el peor momento, lo reconozco y lo siento, pero tenía mis motivos... Sin embargo, fingir mi muerte no fue idea mía, se dieron las circunstancias adecuadas... y no pude evitarlo.

Unas gotas de sudor perlaban su frente, no por la amenazadora bola de fuego que fluctuaba cerca de su rostro, sino por el evidente esfuerzo que le suponía mantener a toda la audiencia bajo el hechizo de sueño.

—¡Mentiroso! ¡Aún conservo tu carta!

—¿Y qué decía en ella? ¿Acaso anunciaba mi muerte? Tan solo me despedía porque partía a una misión que me separaría de ti durante varios años.

—¡Una misión en la que no hubo supervivientes! —la voz de Thuala se quebró al recordar el dolor que le causó aquella noticia.

—Los hubo, pero mantenerlo en secreto formaba parte del plan. Después, resultó imposible contactar conmigo: se confirmó tu condena, te convertiste en una fugitiva y huiste sin dejar rastro.

—¡Han pasado tres años! ¡Soy la renegada más buscada por la Orden! ¡Cualquier noticia sobre mí recorre los canales ocultos más deprisa que el vórtice de un huracán! ¡¿Cómo es posible que no hayas podido contactar conmigo en todo este tiempo?!

—Porque oficialmente sigo muerto... Mi misión todavía no ha concluido y te estás entrometiendo en ella.

Thuala parpadeó varias veces, impactada por tal revelación. Pese a su ostensible enfado, cerró el puño y cortó el conjuro: la bola de fuego desapareció y las llamas de la chimenea se avivaron.

—Después de todo lo sucedido, ¿sigues trabajando para la Orden? —la decepción había ocupado el lugar de la ira.

—Es complicado de explicar, Thuala, y muy peligroso. Algo muy grave se está gestando. No deberías estar aquí. Los esbirros de la Orden están por todas partes. Vete de la ciudad y cuando termine mi cometido, te buscaré. Te lo prometo. Confía en mí.

—Siento decepcionarte, pero no eres el único que tiene una misión que cumplir. Esta noche, cuando todos duerman, te espero en mi habitación y trae contigo todas las respuestas. De lo contrario, descubrirás en tus carnes por qué me he convertido en una renegada.

—No puedo, Thuala. Mi misión es crucial...

—Te las apañarás. Me lo debes, después de tres años...

Sin dar opción a réplica, se giró y puso rumbo a las escaleras que conducían al piso superior. No quería que Hadar viese las lágrimas que amenazaban con colmar sus ojos.

Mientras subía, escuchó el tañido de la cítara y la voz de Hadar deshaciendo el hechizo. Poco a poco, el salón se volvió a llenar de voces y risas, pero Thuala no las oía. Estaba sumida en unos recuerdos tan intensos que casi la hacen trastabillar... ¡Hadar, su más apasionado amor, estaba vivo! ¡Aquel por quien tantas noches había llorado en soledad había regresado de entre los muertos! Nada podría desestabilizar más su vida que esa noticia. Ni siquiera la condena de la Orden le causó tanta zozobra como la que ahora sentía.

Llegó a la habitación y se tumbó en la cama. Estaba temblando. Cerró los ojos y dejó que la suave voz del bardo la llevase a esos momentos de su vida colmados de felicidad, cuando el amor se imponía a los dictados de la Orden. Sin poderlo evitar, dejó que la memoria la transportase a tiempos lejanos, mientras aguardaba la visita de Hadar...

RenegadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora