Parte 2

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—Una sanadora... Necesito una sanadora —fueron las últimas palabras que balbuceó antes de desmayarse y caer del caballo, que huyó asustado.

Había tardado varias horas en encontrar un pueblo en aquella recóndita región de Haev Velmon. La flecha que atravesaba su hombro estaba envenenada y, aunque había conseguido contener la expansión del veneno con un hechizo paralizante, la ponzoña, poco a poco, se iba desplegando por su sangre y amenazaba con acabar con su vida. Si no encontraba pronto ayuda, la maldita Orden habría conseguido su objetivo.

Despertó en una habitación humilde, hecha de paredes de adobe y madera. Reposaba en un jergón de lana, tapada con mantas. Intentó incorporarse, pero el dolor del hombro la hizo recordar todo lo acaecido: la persecución, el enfrentamiento con los sabuesos, la flecha...

Llevó su mano izquierda hacia el hombro donde se había alojado el astil envenenado; en su lugar, encontró un vendaje que cubría un emplasto pestilente. Arrugó la nariz ante el fétido olor y giró la cabeza en dirección contraria. Al otro lado de su lecho había una sencilla silla de madera sobre la que reposaba su ropa. El cinto con sus armas no estaba en la habitación. Intentó incorporarse, mas no pudo evitar soltar un quejido al mover el brazo derecho. Entonces, la puerta de la estancia se abrió.

—No deberíais moveros en vuestro estado —dijo una mujer oronda, vestida con las ropas propias de las campesinas de la región. Portaba un cuenco de madera humeante—. Al menos, no en unos días, hasta que cicatrice bien la herida.

—¿Quién sois? —preguntó Thuala, sin poder ocultar su desconfianza. No le gustaba estar en manos de una desconocida, y menos si se encontraba tan débil.

—Me llamo Olwa, soy la zahtala del pueblo, la sanadora, como vosotros nos llamáis —explicó ante la expresión desconcertada de Thuala—. ¿Y vos sois Thuala, me equivoco?

—¿Cómo sabéis mi nombre? —Thuala se puso en alerta.

—Lleváis tres noches delirando a causa de la fiebre y del veneno. Vuestro nombre no era lo único que gritabais en sueños, pero tranquila, lo último que queremos en este pueblo es tener problemas con la Orden —acompañó esta tranquilizadora afirmación con un gesto hacia la escarificación que Thuala tenía en el brazo izquierdo, casi a la altura del hombro: el sello de la Orden, grabado a fuego sobre su carne.

Thuala asintió. No sabía cuanto habría desvelado sobre su pasado durante las noches que había estado inconsciente, pero si en el pueblo hubiesen querido delatarla, o deshacerse de ella, no seguiría viva.

—Gracias por los cuidados, Olwa. Os pagaré por ello...

Thuala miró hacia la silla donde se amontonaba su ropa. La bolsa de cuero en la que guardaba las monedas no estaba. La zahtala debía haberla puesto a buen recaudo, como sus armas.

—No os preocupéis por eso ahora. Debéis descasar y recuperaros...

Unos gritos en el exterior interrumpieron la frase de la zahtala. Voces de alarma a las que siguió el entrechocar metálico de la lucha.

La expresión de Olwa adquirió un deje preocupado. Dejó el cuenco de madera junto al jergón de Thuala y se dirigió al exterior de la estancia. Antes de salir, pronunció unas palabras para sí, pero el agudizado oído de Thuala logró captarlas...

—No serán monedas lo que os pediremos a cambio de sanaros...

La algarada del exterior aumentó, parecía que todo el pueblo se estuviese movilizando. Tras unos minutos de desconcierto, el ruido de los metales se detuvo y una euforia contenida se expandió entre las voces. Al parecer, la amenaza había pasado, al menos, de momento...

RenegadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora