Parte 7

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Thuala terminó los últimos retoques del maquillaje y se miró al espejo. Se sentía ridícula con aquella falda verde, engarzada a un peto que le cubría hasta el pecho y que culminaba en unos tirantes alrededor del cuello. La camisa blanca de algodón recio, al menos, era cómoda. Dejó los botones superiores abiertos hasta donde comenzaba el peto; un generoso escote ayudaría a sus propósitos. Lo que no soportaba eran los zuecos de madera. Había intentado caminar con ellos, pero se sentía como un pato en tierra firme. Al final, los desechó y optó por unos botines de gamuza que, aunque desentonaban un poco con las calcetas de hilo que le llegaban hasta las rodillas, eran mucho más cómodos y prácticos. Con ese atuendo, parecía una campesina llegada a la ciudad, como tantas, en busca de oportunidades.

Antes de salir al mercado, envolvió un par de trielk en paño y los depositó en uno de los escondrijos de su ropa interior. Un ultimo vistazo ante el espejo y salió decidida. Su rostro no denotaba la edad que tenía; el fulgor era mucho más efectivo que cualquier ungüento rejuvenecedor de los que vendían los buhoneros. El toque de maquillaje la hacía parecer una apetecible moza de las que trabajaban en las tabernas y establecimientos de la ciudad.

Se escabulló de la posada por la puerta de servicio sin ser vista. Por experiencia, sabía que la única lengua que no se suelta es aquella a la que no se alimenta. El día anterior había comprobado lo fácil que unas cervezas y unas sonrisas insinuantes hacían que los guardas del castillo olvidasen la discreción debida a su oficio. Gracias a ellos, supo de la desmedida afición del conde por las jovencitas, en especial, por aquellas que no tenían recursos ni familia que pudieran causarle problemas una vez satisfecha su lujuria.

Según los soldados del conde, la encargada de nutrir las bajas pasiones de Ver Niels era Elga, el ama de llaves, una vieja alcahueta que había medrado en la corte gracias a su falta de escrúpulos y su fidelidad al conde. Elga solía deambular por el mercado y por las tabernas en busca de novedades para su señor. Con un poco de suerte, Thuala ocuparía ese «honor» en esta ocasión.

Los primeros puestos estaban ya abiertos en la plaza mayor, cerca de la alcaldía. Thuala aprovechó para comprar una cesta y huevos. Los colocó con sumo cuidado en la cesta y comenzó a pasear por las calles colindantes anunciando su mercancía. Poco a poco, el mercado fue llenándose de vida. Los mercaderes de la ciudad sacaban sus productos a la parte exterior de sus locales, convirtiéndolos en reclamos para el público. Toldos coloridos protegían tanto a los clientes como a las mercancías del sol. Un abanico de olores inundó el ambiente: hogazas de pan recién hecho, con aromas de orégano, pasas o cebolla; pasteles de carne humeantes, con su peculiar forma de estrella; hortalizas y verduras de las granjas cercanas; salazones de importación, a precios prohibitivos; especias del lejano sur, vendidas al peso...

Los comerciantes de ganado se concentraban en una de las plazas adyacentes, donde el olor a excrementos de animales primaba sobre el resto. Thuala evitó esa zona. Llevaba dos horas dando vueltas por el mercado, vendiendo los huevos a precio elevado, cuando notó la presencia de unas damas elegantes. No conocía el rostro de Elga, pero suponía cómo debería vestir alguien de su posición. Se acercó a las damas y les ofreció su producto.

—¿Huevos frescos, señoras? De la mejor calidad.

Las tres damas la miraron con desprecio. Sus rostros reflejaban la ofensa que sentían. Una era más joven e iba escoltada a cada lado por las otras dos.

—¿Crees que somos vulgares sirvientas, campesina? —escupió una de las tres, con ostensible disgusto.

—Mézclate con los de tu clase. No importunes a la esposa del conde —la apartó otra de un empujón y siguieron su camino hacia la calle de los telares.

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