Parte 3

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Thuala montaba el caballo que le habían proporcionado sus sanadores. Habían transcurrido tres semanas y su herida estaba casi completamente cicatrizada. Las dotes curativas de Olwa eran más efectivas de lo esperado, en especial, para combatir los efectos del veneno que la flecha llevaba impregnado en su punta.

El camino por el que transitaba conducía hacia el castillo del conde Ver Niels, señor de aquellas tierras, quien se negaba a socorrer a los campesinos de Umbrin. Este apartado poblado, fronterizo con Threbe, era reclamado por el señor de Valtra, la provincia threbita limítrofe con aquel pequeño condado de Haev Velmon. Sus recaudadores de impuestos exigían pagos a los campesinos de Umbrin al igual que lo hacían los servidores del conde Ver Niels.

Hartos de pagar dobles tributos y de no tener suficientes recursos para sobrevivir, los pobladores de Umbrin se habían levantado en armas contra sendos nobles y habían declarado su independencia. Desde entonces, eran acosados por las tropas de ambos señores feudales, aunque, de momento, solo habían tenido un par de escaramuzas que pudieron repeler con facilidad. Pero el pago de la cosecha se acercaba, como el frío invierno, y temían que el enfrentamiento acabase con sus vidas...

La noche caía cuando alcanzó la encrucijada. Detuvo su montura frente a la bifurcación y miró al horizonte, prendida en sus pensamientos. Nunca le gustaron las decisiones meditadas, solo le causaban angustia y dolor de cabeza. Prefería seguir sus impulsos, esa apercepción intangible que la inclinaba hacia una de las opciones, aunque objetivamente no fuese la más adecuada. Si la razón fuese su guía, su vida habría seguido un rumbo completamente diferente y la mayoría de sus problemas se habrían desvanecido como fulminados por un rayo; pero no era su caso... Esto no significaba que no fuese capaz de gobernar sus pasiones; de hecho, su formidable autocontrol constituía el pilar fundamental sobre el que se sustentaban sus peculiares habilidades arcanas. No, no era esa su tara, como ella misma se recriminaba. Tan solo ocurría que, en determinadas ocasiones, cuando la razón y la prudencia te abruman con toneladas argumentativas que no dejan resquicio para la duda, su cerebro prefería seguir un estímulo más alternativo, arraigado en su matriz emocional y de una potencia difícil de disuadir.

Esa noche, frente a la intersección, era una de esas ocasiones... Si seguía el camino de la derecha, llegaría a Ul Kent, capital del condado de Kentia y residencia de Ver Niels, y podría cumplir el encargo que le habían encomendado los campesinos. Si, por el contrario, tomaba el camino de la izquierda, se olvidaría de ese conflicto que no le concernía, llegaría a la frontera y huiría de aquel territorio en el que los sabuesos de la Orden sabían de su presencia.

Si preservar la vida le preocupaba, pocos argumentos podrían ser más convincentes para desaparecer de aquella región. Y, sin embargo, allí seguía, inmóvil delante del cruce...

¿Por qué había aceptado el encargo de Umbrin? ¿Por qué se inmiscuía en un conflicto del que solo podía salir perjudicada? ¿Qué la había llevado a empatizar con aquellos campesinos hambrientos y sin esperanza? ¿Por qué no seguía su camino y olvidaba el compromiso adquirido? Si lo hacía, con casi total seguridad el pueblo sería arrasado y no quedaría nadie para dar testimonio de su presencia en aquel territorio. Sin duda, era la opción más inteligente y provocaría que la Orden le perdiera el rastro, pero, como era de esperar, algo le impedía tomar esa decisión...

Si bien Olwa le había salvado la vida gracias a sus curas y ungüentos, no se sentía en deuda con ella. La cantidad de monedas que portaba en su bolsa habría bastado para pagar con creces sus cuidados. Además, las sanadoras y curanderas de Haev Velmon, como las de todas las regiones del norte, estaban obligadas por el juramento a ofrecer sus servicios a quienes se lo demandasen, independientemente de su origen o condición. Si alguien suplicaba por una sanadora, ninguna podía negarse o corría el riesgo de ser privada de su don.

No, no era por Olwa, aunque no podía negar que su buen hacer había ayudado a inclinar la balanza. Tampoco fue por la petición del círculo de mujeres, que apelaron a su sororidad para ayudarlas a salvar al pueblo y a sus hijos. No. Lo que la llevó a aceptar aquel descabellado encargo y vincularse con aquella perdida causa fue el llanto de aquella niña, la de los ojos esmeralda, que vagaba huérfana por el pueblo. El círculo de mujeres cuidaba de ella, sobre todo Olwa, pero la pequeña lloraba desconsolada cada atardecer, cuando las sombras cubrían el mundo con sus angulosos misterios. Era el momento en que sus temores afloraban y más echaba de menos a su madre, muerta por las fiebres rojas. Durante las tres semanas transcurridas, cada día, al caer el ocaso, aquellos sollozos infantiles transportaban a Thuala a otro tiempo, a otro lugar, a un recóndito sendero de su memoria, tan angustioso que intentaba ocultarlo en lo profundo de su transciente. Por eso aceptó el encargo... Porque la niña asustada de ojos esmeralda que un día fue no podía abandonar a esa otra chiquilla a su suerte.

Sin que su rostro dejase vislumbrar la incertidumbre que invadía su interior, acarició el cuello del escuálido jamelgo que le habían proporcionado en Umbrin. Notaba las costillas del animal bajo las cinchas de la silla de montar.

—No puedes resistirte ante una misión condenada al fracaso —se recriminó a sí misma—. Los retos son tu perdición y cuanto más difíciles mejor.

Sonrió con ironía. Pocos pueden luchar contra su propia naturaleza, pero ella no solo la aceptaba sin remisión, sino que, además, alentaba su vertiente más impulsiva e irracional cada vez que tenía la oportunidad. De no ser así, jamás habría sido condenada por la Orden, pero eso ya era irreversible.

Tiró de las riendas hacia la derecha y apretó los muslos contra el caballo para animarlo a avanzar. En dos días llegaría a su destino según sus cálculos, solo esperaba que no fuese demasiado tarde paralas gentes de Umbrin...

RenegadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora