PRÓLOGO

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Los ojos castaños me devuelven la mirada desde el espejo retrovisor, me peino con las manos mi negra melena y me retoco el pintalabios color granate. Echo un último vistazo a mi aspecto, cojo el bolso y la carpeta y salgo del coche. Antes de cruzar la carretera hacia el bloque de pisos, miro la fachada, le hace falta una mano de pintura. Me decido a cruzar, subo las escaleras y llego hasta la puerta. El corazón me golpea tan fuerte en el pecho que temo que lo puedan notar. Tomo una bocanada de aire, contengo la respiración unos segundos y lo suelto todo poco a poco. Llamo al timbre.

No me hacen esperar mucho, un señor de unos setenta años me abre la puerta y con sus apagados ojos claros me mira de arriba abajo. Ante su expresión de extrañeza, dibujo una sonrisa afable.

—Buenos días, señor. ¿Podría atenderme un momento?

—No quiero nada...

El hombre canoso y de mirada cansada hace un ademán de cerrarme la puerta, pero se lo impido de la manera más amable posible para no asustarlo.

—Disculpe, señor. No quiero molestarle, pero...

El anciano, al ver la carpeta que llevo, hace un gesto de fastidio y niega con la cabeza. Me confunde con alguna vendedora de seguros, o algo por el estilo.

—Mire, señorita, si viene a soltarme algún rollo sobre los Testigos de Jehová, ya le digo que no me interesa.

De nuevo, tiene intención de cerrar, así que voy al grano directamente, será más sencillo de esta manera.

—Soy periodista —La puerta que estaba a punto de cerrarse se detiene a medio camino—. Estoy investigando casos de personas desaparecidas y he descubierto el de su hija.

Silencio al otro lado. La puerta continúa quieta en la misma posición. Paralizada. Entonces escucho un suspiro agotado.

—Mi hija murió —La puerta vuelve a abrirse lentamente, dejando ver el rostro apesadumbrado del anciano—. La desaparecida es mi nieta, pero es imposible encontrarla.

Aquel hombre no es capaz de levantar la mirada del suelo, los hombros le caen como si tuviera sobre ellos una pesada carga, una gran culpa, quizás, haciéndole ver encorvado.

—¿Por qué cree que es imposible?

—Han pasado muchos años. Treinta, que se dice pronto —La voz le tiembla y se lleva una mano a la boca para que no lo vea. A continuación, su voz suena rota—. Ni siquiera le he visto nunca la cara.

Al oírle hablar así de su nieta se me forma un nudo en la garganta. No me puedo imaginar cómo deben sentirse, llevan treinta años sin saber nada de su nieta. El mismo tiempo que llevan sin su hija, que desapareció poco después de dar a la luz, según los informes que leí. Tuvo que ser muy duro perder a ambas de repente y sin que nadie les responda a todas sus preguntas.

—Me gustaría ayudarles a usted y su mujer.

—¿A qué? —inquiere desconfiado.

—A buscar a su nieta. Déjeme ayudarles, seguro que algo se puede hacer.

El señor levanta la vista y percibo un pequeño brillo de esperanza. Termina por abrir la puerta y se hace a un lado, ofreciéndome pasar.





Susana me sirve una taza de café que amablemente ha decidido prepararme. Sentada en un antiguo sillón, doy un primer sorbo, mientras que Susana y Antonio, sentados en un mullido sofá, me contemplan expectantes. Estoy tan nerviosa que tengo que sostener la taza con ambas manos para que no vean cómo me tiemblan. Tras ese primer sorbo para complacer la hospitalidad de la señora, me deshago de la taza dejándola en la mesa y cogiendo a cambio mi carpeta. La abro y saco un primer recorte de periódico de hace ya unos años donde se habla de la extraña desaparición de una joven de diecisiete años en un convento a las afueras de la ciudad. El matrimonio se mira entre ellos y se cogen de la mano queriendo pasarse fuerza el uno al otro.

AlmaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora