CAPÍTULO 8

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A pesar de la tormenta que cayó anoche no ha servido para despejar las nubes. El día ha amanecido nublado y cayendo una fina lluvia que no llega a mojar apenas. Con ese tiempo, el jardinero ha decidido no salir hoy de su caseta, no tiene mucho que regar. Con las manos en los bolsillos de la chaqueta y el cuello subido para cubrirme del fresco viento que corre, miro las flores empapadas y algunas dobladas por la lluvia de hace unas horas. A mi derecha tengo la capilla de donde no tardarán en salir monjas después de escuchar la misa de doce, como me informó sor Fátima.

A mi izquierda tengo el comedor del que salí hace unas horas de desayunar y donde esquivé hablar con la novicia. Quiso sentarse conmigo y disculparse otra vez por interferir en mi vida personal, pero no se lo permití, le pedí que me dejara sola. Realmente no estoy tan enfadada con ella como la última vez, pero sí molesta. Son mis heridas. Solo mías. Y solo yo tengo derecho a dar cuenta de ellas cuándo y cómo quiera, y ninguno de sus consejos me servirán de nada.

La capilla empieza a escupir a las primeras monjas y algún que otro huésped, ya debe de haber terminado la misa, así que entro y veo al cura meterse en la sacristía. Dentro quedan algunas monjas rezando una última oración y encendiendo velas a las imágenes, como es el caso de la novicia. Sor Fátima se santigua ante la imagen de la virgen y enfila el pasillo central para salir. Al verme se acerca hasta otra figura, esta vez de un santo, y me indica con un leve gesto de cabeza que vaya a su encuentro.

—El padre Gregorio siempre es el último en salir de la capilla —me informa en voz baja mientras enciende una vela—. Espera a estar sola y habla con él.

Sin decirme nada más, vuelve a santiguarse y sale de la capilla. Ya apenas quedan un par de monjas que se marchan manteniendo una conversación sobre el buen sermón que ha dado el sacerdote hoy. Camino entonces por el pasillo central y me quedo contemplando la imagen del crucificado al que ya me he acostumbrado a ver después de los días que llevo aquí.

Me fastidia reconocer en el fondo, muy en el fondo, que el carácter de sor Fátima no me desagrada del todo. Me gusta su determinación, que sea capaz de poner por encima sus principios morales a su religión, a su propia congregación, pero me molesta a veces su insolencia, su impulsividad cuando de hablar se trata, no sabe medir las palabras y suelta lo primero que se le pasa por la cabeza.

—Señor, deme paciencia —digo para mí.

—Él te la da, pero tú debes trabajarla.

De la sacristía sale el párroco sin la vestimenta específica que se ponen durante la celebración de la misa. Ahora lleva camisa y pantalón negros y el alzacuellos blanco acaparando toda mi atención. Don Gregorio camina con paso lento y un poco torpe, y lleva las manos entrelazadas descansando sobre su abultada barriga.

—En realidad no creo en Dios.

—Sin embargo, le hablas —indica él, lanzando una cómplice mirada al cristo, como si entre ellos hubiera un diálogo interno que nadie más puede escuchar.

Ahí me ha pillado. Inconscientemente le he hablado a la imagen de un Dios en quien no creo. El cura me observa risueño como un niño que acaba de salirse con la suya. En su pelada cabeza se ven varios lunares, y sus ojos grises detonan el cansancio de alguien que lleva ochenta años a sus espaldas, pero a la vez un brillo de quien aún no quiere abandonar este mundo. Por un momento me ha trasmitido simpatía, pero luego recuerdo que podría ser cómplice de un asesinato y de una adopción ilegal y se me pasa rápido.

—Si le soy sincera, las imágenes que guarda en su capilla son muy bonitas —le digo para ganarme su confianza antes de entrar en el meollo del asunto.

—Pero solo le ves el valor artístico —me reprocha él sin perder ese tono amable.

—Sí, la fe no va conmigo.

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