CAPÍTULO 11

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Hoy he sido de las últimas en llegar al desayuno. Después de la experiencia de anoche, me costó dormir, no dejaba de pensar en la carrera hacia el convento con la angustiosa sensación de que alguien nos vigilaba. Se me repetía una y mil veces en sueños la sombra que vi moverse entre los arbustos. Seguramente sería Luís, no tengo pruebas, pero tampoco dudas.

Como tampoco olvido la confesión de sor Fátima. O Fátima a secas. Una trepidante periodista que busca con vehemencia la verdad que le han ocultado toda su vida y que no piensa parar hasta hacer justicia respecto a su adopción ilegal y la desaparición de su madre. Me fascina que sea capaz de hacerse pasar por una novicia para entrar aquí e investigar y no tener miedo de lo que pueda pasar. O si tiene miedo saber afrontarlo con firmeza. Es de admirar.

Soplo el café cuando veo a Fátima entrar al comedor como un torbellino, como de costumbre, hasta que una de sus hermanas le recrimina su actitud y ella ralentiza sus pasos. Es incorregible. Lo que no sé es cómo narices ha sido capaz de hacerse pasar por novicia en los dos meses que lleva aquí. Estoy dando un sorbo cuando se sienta frente a mí y saca con disimulo del bolsillo de su hábito una pequeña llave con apariencia antigua y oxidada. La pone sobre la mesa, tapándola con la mano, y la pasa a mi lado. No espero a que aparte la mano para poner la mía, y ese leve contacto hace que se me forme un nudo en el estómago por los nervios. Ella saca la mano rápidamente y mira a los lados para comprobar que nadie está pendiente de nuestra interacción. Con el mismo cuidado que ella, cojo la llave y me la guardo en el bolsillo de mi chaqueta.

—¿Y esto? —pregunto en voz baja antes de beber el café.

—Lo ha encontrado sor Lara detrás de la cruz —me explica ella echándose hacia delante—. Estoy segura de que abre la cripta, tenemos que bajar esta misma noche.





Reconozco que en cuanto me dijo eso pensé: "otra noche de insomnio..." pero solo lo pensé, obviamente no iba a decírselo a ella. Así que aquí estamos, metiendo la llave en la cerradura de la puertecita oculta detrás del impresionante cuadro escondido tras una elegante cortina. Lo que debe haber en esa cripta debe ser muy, muy importante para que lo guarden de esta forma.

Al abrir la desgastada puerta de madera, Fátima se cuela la primera y enciende la linterna. Dejo la puerta entornada y la sigo por un estrecho y húmedo pasillo de piedra, teniendo que agacharme un poco por lo bajo que es el techo. Incapaz ninguna de hablar, solo escuchamos nuestros pasos pisando adoquines y nuestra fuerte respiración, pues ambas estamos sintiendo la claustrofobia de estar metidas en un pasadizo subterráneo.

No llevamos ni cinco minutos recorridos del pasillo cuando alcanzamos la cima de una escalera de piedra que me recordó bastante a los escalones de tierra que encontramos junto al lago. Bajamos los siete escalones y nos topamos con una entrada sin puerta que nos adentra en una sala con varios muebles inservibles y cajas llenas de polvo. Del techo cuelga peligrosamente una bombilla con los cables por fuera, la luz está a medio encender y me atrevo a girarla un poco para buscar más intensidad. Al hacerlo me llevo un calambre.

—¡Mierda! —exclamo aireando la mano con fuerza.

—¿Estás bien? —se preocupa ella en seguida.

Asiento mordiéndome la lengua para no cagarme en todo, siento mis dedos hormiguear, pero al menos hemos ganado más luz en este oscuro sitio. Fátima alumbra las cajas con la linterna que ha traído y empieza a mirar dentro de ellas. Todas son cajas de cartón, la gran mayoría rotas, con agujeros, mohosas y conteniendo objetos varios que no nos interesan ni lo más mínimo.

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