CAPÍTULO 1

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—Joder con la cremallera —mascullo mientras hago fuerza para cerrar la maldita maleta—. Ciérrate de una vez.

—Espera, te ayudo —se apresura Bruno volviendo del salón—, no puedes hacer mucho esfuerzo todavía.

Mi mejor amigo me indica que me siente sobre la maleta y procede a mover la cremallera, aunque en seguida descubre que le cuesta tanto trabajo como a mí. Desde el salón escucho la televisión encendida anunciando una noticia de última hora: el multimillonario empresario José Luís Cidoncha ha muerto esta madrugada de una larga enfermedad. Recuerdo que hace un par de años sufrió un robo en su casa y un compañero y yo conseguimos encontrar a los ladrones y recuperar los objetos y el dinero robado.

—Madre mía, ¿qué has metido aquí, ropa para un año? —replica Bruno al no conseguir cerrar la maldita maleta— Si solo vas a estar fuera un mes.

—Te parecerá poco... —me quejo— Pues solo he metido un par de chaquetas, camisetas y pantalones para cada día....

—¿Solo? Chica, que vas a un convento, no a un resort.

Bruno me hace levantarme, abre la maleta y empieza a sacar ropa aleatoriamente hasta dejar solo cinco pantalones, dos de ellos de tipo chándal, una sudadera, cinco camisetas, una chaqueta y el pijama. Entonces, debajo de todo el montón de ropa que ha sacado, ve mi pistola reglamentaria y un cartucho.

—¿Qué hace aquí la pistola?

—Nunca sabes lo que puede pasar —contesto como si nada.

—Patricia, por dios. Que vas a un convento, no a una guerra.

No me gusta desprenderme de mi arma, tal y como le he dicho, nunca se sabe qué puede pasar en cualquier lugar, incluso en un convento, pero me toca cruzarme de brazos viendo a mi amigo sacar la pistola y el cartucho y cerrar, esta vez sin esfuerzo y definitivamente, la maleta.

—Con esto tienes suficiente, no creo que las monjas miren mucho cómo vas vestida cada día de la semana.

—Piensa mal y acertarás —comento guardando la pistola en un cajón interior del armario de la que ha sido mi habitación estos días.

—Tú siempre tan positiva. Anda vamos.

Apaga la televisión justo cuando están dando el tiempo y salimos juntos del piso. Bruno se encarga de meter la maleta en su coche y sentarse al volante, mientras que yo ocupo el lugar del copiloto y le dirijo un último vistazo al edificio donde vive Bruno, un modesto piso cercano al centro de la ciudad. Estas últimas semanas han sido muy duras para mí. Todo este último año en general ha sido duro, pero espero encontrar algo de paz en el convento. Paz y sobre todo silencio dentro de tanto ruido como hay en mi cabeza.

Aunque no soy religiosa, Bruno me ha hablado bien de ese convento. Está a las afueras de la ciudad, rodeado de vegetación, naturaleza y cantos de pájaros que te despiertan por las mañanas. No hay internet y el móvil se deja en recepción nada más llegar. Un mes sin saber lo que ocurre en el mundo, dedicando todo el tiempo a estar conmigo misma, a meditar si quiero, a rezar al que le guste, y cuando vuelva a casa quiero sentirme mejor, más cercana a lo que era antes de aquel suceso, y entrar en mi hogar sin ningún miedo a estar sola. Sobre todo quiero sentirme perdonada.





Tardamos media hora en llegar al convento, Bruno me acompaña hasta la entrada y en recepción, al dar mis datos, me asignan una habitación. Les doy mi móvil apagado previamente y me despido de mi mejor amigo con un fuerte y cálido abrazo que se prolonga unos segundos.

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