𝐄𝐩𝐢𝐥𝐨𝐠𝐨

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El cielo como un lienzo blanco y pálido con un sol que daba su calor y dejaba a la nieve caer en copos hermosos que no sofocaban el paisaje, sino que lo decoraban cómo cristales de celebración.

En aquel mismo lugar, el gran castillo que alguna vez fue de oro y ahora tenía un color más gentil a la vista, una estructura que parecía cubierta de hielo y nieve, la escarcha en los techos y las esculturas de hielo refractando el sol.

Los jardines de árboles cubiertos de nieve límpida llenaban el paisaje con su belleza pura. Los conejos saltando entre ella, dejando su huella de que la naturaleza había sido liberada de su escondite y ahora podía mostrarse sin temor.

La mañana se levantaba fría, pero no era desagradable e imponente de mala forma, era más un invierno de ornamentos gélidos pero bienvenidos por la gente.

Era una representación anual de la grandeza de aquel que gobernaba esas tierras. Era un recordatorio del cambio que había sucedido, de la mejoría y la libertad ganada. De la protección que confería esa nieve limpia y de los bosques que la recibían.

En algún otro momento las calles de ese pueblo principal estuvieron manchadas de hollín y las casas fueron destruidas por un fuego imparable. La nieve lo sofocó y ahora que todo estaba recuperado, la gente podía caminar por esas calles con sus capas y abrigos, sonreír con armonía y los rostros sonrojados, pero siempre alegres.

La gran calle principal por la cual caminaban personas de todas las edades, por dónde corrían niños desde tan temprano, emocionados por la ceremonia que habría cuando el sol se pusiera y la noche llegara.

Los carretas movilizándose, la gente compartiendo saludos. El olor del pan cálido, los enamorados tomados de la mano. El color de la capa de todos era blanca y las calles se decoraban de banderines que semejaban copos de hielo, aquellos que caían en la tierra natural del reino, que lo hacían sin prisa y con gentileza paciente.

Esa calle principal era muy larga, pues también había sido reformada cuando el pueblo fue retomado y las casas se levantaron de nuevo.

Era una especie de avenida que llevaba a los lindes del bosque que alguna vez fue llamado el Bosque Negro por su naturaleza muerta y la magia mala que plagó el espacio, pero que ahora era sólo un bosque cubierto de paisaje invernal.

Por él cruzaba un largo puente de hielo que no podía derretirse por ningún fuego, que el sol no podía quemar.

El Puente Lilili fue llamado. Unía a los dos pueblos principales de ese reino, el Pueblo de Yabbay y el Pueblo Minero, el cuál había vuelto a ponerse activo.

Aunque sólo pocos mineros originales fueron los que quedaron, mucha gente nacida en Yabbay se quedó ahí y fue instruida en el arte minero. Se reabrieron las minas y se recuperaron los diamantes que le daban nombre al reino.

Sí, el Reino Diamant. El Reino de Hielo, cómo era conocido para el resto de reinos ahora que un nuevo rey gobernaba. El Rey Blanco, el Rey de Nieve.

Aquel de corona de diamantes y cabellos rubios pálidos, de belleza que nadie podía rivalizar, de piel tan blanca como la nieve que era su magia, el gran poder que nadie podría derribar, la protección de su gente, pero con un corazón que no era frío, sino tan cálido como el fuego azul que no destruye y sólo sabe proteger y amar.

La fuente del Pueblo Minero, dónde tiempo atrás se reconoció a un príncipe legítimo que ahora era rey, hecha de hielo y dónde los niños lanzaban sus deseos, con la leyenda de que eran cumplidos por el Mago de Capa Azul de las tierras del norte.

Ese pueblo que era próspero de nuevo, que ya no estaba separado del pueblo hermano por una pared de piedra. Ya no había peligro en ese lugar. El reino estaba seguro y la gente vivía en paz, con justicia y dignidad después de un periodo sombrío que dejó las cenizas de las cuales resurgió la bella flor de lirio que ahora gobernaba con compasión y rectitud.

The Prince And The Hunter (WonHui)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora