Ella iba caminando por el asfalto mientras inspeccionaba a los señores vestidos de plateado, estos estaban parados a los extremos de las aceras, todos tenían una joroba y la cabeza les brillaba como las bombillas que colgaban del cielo. A lo lejos se podía distinguir el mar, ella se fue acercando poco a poco, y se sentó en un banco que estaba en frente de la arena, si te fijabas mucho podías llegar a ver las ovejas que movían el la cima de la ola. Al mirar un poco más atrás y más arriba el azul del cielo se mezclaba con mermelada de mandarina y de fresa. Todo se veía calmado, relajado, no había nada que pareciese inquieto, nervioso. El cielo ya se había comido toda la mermelada, y solo quedaba un azul que había oscurecido como el guacamole que dejas fuera de la nevera.
Ella comenzaba a tener frío, y sentía como trocitos de hielo acariciaban su piel nevada. La ropa comenzaba a sentirse más pequeña y se dio cuenta de que ya había estado suficiente tiempo sentada en esos trozos de árbol, así que decidió volver a casa, fue caminando hasta que se dio cuenta de que se encontraba en un laberinto de manzanas, ,manzanas enormes, manzanas con ventanas y puertas. Después de mucho esfuerzo llego a su manzana, una verde y bastantante pequeña, cuando fue a tocar el pomo de la puerta, de repente la manzana se convirtió en un edificio de dos pisos de color verde pastel. Ella metió la llave en la cerradura y giró, empujó la puerta con la poca fuerza que le quedaba y caminó hasta las escaleras, que parecía que querían llevarla hasta el cielo, pero no era así, porque había un final; una planta con cuatro entradas. Ella se sentó en el suelo exhausta en el suelo, intentando descubrir cuál era la suya, esas grandes tablas de madera tenían un solo ojo, un ojo de cristal, un ojo sin pupila, todos ellos la miraban a ella, todos menos uno, era como si no quería que ella entrara, como si intentara no llamar su atención para que no fuese ha abrirla, pero ella decidió probar haber si conseguía abrirla, cuando lo consiguió pego un grito tan fuerte que igualó el quejido que soltó la puerta al ser abierta.
Cuando entro al piso no se oía nada, ni los susurros de la nevera, nada. Mientras iba adentrándose ella se iba quitando los zapatos con muy poca elegancia, en el momento en el que llegó a la sala de estar se encontró con un niño que debía de tener seis años, y una niña de unos once años, eran sus hijos. La niña se despertó justo cuando su madre entraba en la cocina, esta se tambaleaba, le contaba caminar y no cerrar los ojos, pero su hija no se alarmó, como habría hecho cualquier chica de su edad, en vez de eso fue la cocina llenó un vaso de agua y peló un plátano para dárselo a su madre que yacía tumbada en el suelo. Con sumo cuidado la despertó le dio de beber y de comer. Con toda la fuerza que tenía la niña, intentó medio cojer medio arrastrar a su madre, hasta que llegó a la cama de matrimonio vacía.
Cuando acabó de acostarla fua a buscar el bolso que había traído a lo que ella llamaba madre, rebusco por dentro hasta que encontró la pastillas y una botella de alcohol vacía, fue a tirar a la basura las dos cosas, pero suponía que debía de haber bebido y tomado más de lo que ella había encontrado. De camino al cuarto cogió a su hermano en brazos y le dio un beso en la cabeza, lo llevó hasta la cama donde estaba su madre y se tumbaron al lado de ella, la hija suspiro suplicando que aquel cielo hecho de mermelada se llevara a su madre como se llevó a su padre también.