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Escucho muchas cosas a mi alrededor, demasiado ruido, gritos, el sonido del fuego ardiendo, como chisporrotea y quema todo lo que hay a su alrededor. Abro los ojos confusa, parpadeo lentamente un par de veces, apenas siento mi cuerpo, ¿qué ha ocurrido? Mi vista no logra enfocar nada de lo que ve. La gente se acerca a ver qué pasa, intentando ayudar, pero ya de nada sirve, ¿para qué seguir adelante? Si, ya nada importa...
  Intento ladear la cabeza, pero no soy capaz de hacerlo, me duele demasiado, ¿por qué? Cojo aire, y un horrible pinchazo atraviesa mi pecho, haciendo que mi corazón se encoja. Algo recorre mi sien, empapándola y no puedo hacer nada por evitarlo o saber qué es. Trago saliva, el dolor vuelve a tomar mi cuerpo, haciendo que se quede paralizado. Alguien llora, profunda y desoladamente, es una mujer, se le escapan algunos quejidos que acaban siendo gritos desgarradores. El sonido de las sirenas de las ambulancias me alerta, llama mi atención, entonces me acuerdo de él, de nuevo, ¿dónde está Terry? Un enorme vacío se crea en mi interior, mi respiración se vuelve agitada, nerviosa, estoy aterrada, ¿dónde está? ¿Por qué no lo tengo conmigo?
  —¡Terry! —Grito con todas mis fuerzas, pero mi voz se ve eclipsada por las sirenas y el denso humo.
  Intento gritar de nuevo, pero ni la voz me sale. Cierro los ojos con fuerza, entonces unas débiles y desoladas lágrimas se escapan de ellos, empapando mi rostro. Dos bomberos se arrodillan a mi lado, me observan durante unos minutos, se miran entre ellos, le hacen un gesto a otro más, y sacan una linterna.
  —¿Está usted bien? —Me pregunta uno de ellos.
  —Terry —susurro—. ¿Dónde está Terry? —Lloro desconsolada.
  —Señorita, ¿cómo se encuentra? —pregunta el otro   —¿Dónde está? ¿Dónde? —Vuelvo a preguntar confusa.
  —¿Quién?
  —¡Terius Grandchester! —Grito.
  El esfuerzo hace que el dolor vuelva, que cruce todo mi pecho y contenga la respiración.
  —¿Cómo se llama?
  —Elisa Lagan... —susurro.
  —Muy bien, Elisa, ¿cómo te encuentras?
  ¿De verdad está preguntándome que cómo me encuentro? ¿Acaso es ciego? ¡Vaya inepto! Ya podrían haberme enviado alguno que supiera atenderme bien. Otro chico se acerca rápidamente con algo en la mano, y tras él dos más con una camilla. ¡No me voy a ir de aquí! ¡No sin Terry! El primero de estos dos, me pone un collarín para que no pueda mover el cuello. Antes de que pueda decir nada más, con un solo movimiento me colocan encima de la camilla.
  —¡No! —chillo—, Terry —lloriqueo sin fuerza.
  —Tranquila, todo irá bien —me promete uno de ellos.

—Tráelo —le ruego—. Tráelo con vida.

Minutos antes:
El mundo de la perversión y la fantasía se encontraba delante de mis ojos, y no pude evitar buscar a Terry en todos los pequeños escenarios de la sala, a cual más particular. Me dio tiempo a contar cuatro.
  Mi acompañante me empujó y, pegándose a mi oído, murmuró:
  —¿Demasiado, muñeca?
  Negué con la cabeza y sonreí, provocándolo un poquito más.
  —¿Dónde están los dueños del antro?
  Traté de no darle importancia a la pregunta. Con la mano que sostenía su nueva copa, señaló hacia uno de los escenarios, en el que encontré a Michael con tres mujeres. Una de ellas estaba de rodillas metiéndose su pequeña cosa en la garganta. Otra jugaba con un consolador frente a él, en cuclillas, y la última se colgaba de una tela, dejando que el hombre la devorase. No se porque pero... No soportaba a ese hombre, y mucho menos lo hacía viéndolo desnudo.  —Ahí solo hay uno —me aseguró como si nada.
  Y no me extrañó que la fiesta fuese privada... Las mujeres se paseaban sin ropa con las bandejas en las manos. Los hombres hacían lo mismo y en las mismas condiciones. Algunos llevaban complementos de cuero, otros de purpurina, y así un sinfín de cosas que no me dio tiempo a contemplar bajo la tenue luz de las distintas zonas.
  El público observaba expectante los diversos espectáculos que se realizaban en la sala. Al lado de Michael, dos mujeres se tocaban ante la mirada de varios hombres que se encontraban apoyados en el filo del escenario lleno de luces de neón, lanzándoles billetes o metiéndoselos entre la tela del tanga y su piel. Cerca de ellas, dos hombres arremetían duramente contra una mujer con los ojos vendados y las manos atadas a una silla. En la última que faltaba, una chica demasiado joven, bajo mi punto de vista, se desnudaba contoneando sus caderas al son de la música, excesivamente alta.
  —Creo que el otro está en el reservado cuatro. —Lo miré sin haberlo escuchado bien y sonrió, deseando comerme de pies a cabeza—. Allí.
  Señaló con el dedo unas cortinas que se encontraban en la otra parte de la estancia, separadas de la sala principal por cuatro escalones de color rojo y negro; imaginé que para diferenciar la zona reservada de las demás.
  Sentí que mi estómago se agitaba y mi cuerpo temblaba de los nervios.
  —Si me disculpas un momento, voy a los aseos y ahora mismo vuelvo.
  Le hice un gesto con la mano, sonriendo como una idiota. Se confió, así que sentó en una de las butacas frente a Michael. Con paso acelerado, me encaminé hacia las cortinas rojas del reservado número cuatro.
  Detuve mis pies al ver salir del interior a un hombre robusto con pinta de matón. Comprobé las alternativas que tenía para colarme, pero no atiné con ninguna cuando vi que se quedaba quieto frente a la única entrada por la que podía acceder. Pensé durante unos segundos en un plan suicida.
No me quedaban más opciones, por lo que, tras echar un leve vistazo hacia atrás para verificar que mi acompañante no me había seguido, anduve hacia el mastodonte.
  Tal y como pensaba, el matón —porque ya lo había bautizado así— posó su mano en mi hombro y negó con la cabeza. Observé la distancia para llegar, y con solo dos zancadas más estaría dentro.
  —El señor Grandchester me ha llamado —le aseguré con tono firme.
  —El señor Grandchester no está aquí. —Su tono no fue para nada amigable. Ni siquiera se dignó a mirarme.
  —Eso no es cierto. Sé que está aquí —añadí mordaz.
  —Pues no tengo constancia de que alguien haya quedado con él —dictaminó con rudeza.
  Resoplé, y cuando me giré solo un poco para despistarlo, esquivé su mano y conseguí llegar a las putas cortinas rojas que me separaban de él. ¿Por qué tanta seguridad?
  Porque cuando las abrí lo entendí todo.
  Todo

Mis ojos se posaron en su mano, que sostenía una pequeña tarjeta para rejuntar lo que supuse que sería coca, esparcida por la mesa. Con la otra amontonaba el polvo blanquecino que se salía del espacio rectangular que él creaba.
  Cinco mujeres se contoneaban alrededor de él. Una de ellas lo sobaba de arriba abajo, en su lado izquierdo, y las otras tres se daban el festín lamiéndose las unas a las otras, creando una cadena de lujuria sobre el largo sillón rojo. La que tocaba con lascivia por encima de la ropa a Terry se agachó para introducirse la droga por la nariz y después se tocó su sexo, llevando luego sus impregnados dedos llenos de flujos hacia la boca de la otra mujer, que se encontraba tumbada para que los chupara. Él tenía la camisa con unos cuantos botones desabrochados, las mangas en los antebrazos y la concentración fija en su asquerosa tarea.
  Elevó sus ojos hasta toparse con los míos circunspectos, momento en el que el matón me sujetó de la cintura y me sacó a rastras de allí. Me revolví como una lagartija, siendo incapaz de soltarme de sus fuertes brazos tatuados, chillando para que me bajase. Con el sonido de la música tan alto y la gente tan pendiente de los espectáculos, nadie se dio cuenta de la que se había montado en un segundo. Terry se levantó y extendió su mano hacia el hombre que me sostenía mientras yo pataleaba como una descosida.
  —Tráela—le ordenó.
  El tipo me observó con desprecio al obedecer. Me arreglé el vestido como pude y lo aniquilé con la mirada. Terry me miró sin saber qué hacer; lo pude notar en sus ojos histéricos y rojos, que se fijaban en mí y después volvían a la droga. Di un paso firme hacia el reservado, cerré las cortinas con un fuerte movimiento de mis brazos cuando entró y le lancé una mirada a las cinco mujeres que había para que se marchasen. Cuando desaparecieron, lo contemplé con asco.
  —¿Qué bobada haces?
  No me contestó. Pasó por mi lado sin inmutarse, se sentó como si oyera llover y de nuevo cogió la maldita tarjeta para rejuntar la droga ante mi mirada confusa y acusatoria, la misma que él ignoró cuando volcó toda su atención en el polvito.
  —¿Qué haces aquí, Elisa?
  La pregunta sin venir a cuento me crispó al ver cómo me ignoraba. Sin pensármelo, pasé una mano por la mesa con fuerza, tirando todo el contenido al suelo. Abrió los ojos de par en par, tratando de retener en la mesa lo poco que quedaba.
  —¡¿Qué mierda estás haciendo?! —me gritó como un demente. Acto seguido, se levantó del sofá de manera abrupta.
  —¡¿Por qué estás metiéndote esta mierda?! —le pregunté en el mismo tono, señalando el suelo.
  Arrastré mis pies varias veces por la losa, queriendo eliminar cualquier rastro de aquel veneno. Seguía observándome desencajado.
  —¡¿Estás loca?!
  Pero no. El loco era él, o por lo menos eso me pareció. La mesa tembló y mi mano también por el gran palmetazo que di sobre ella.
  —¡¡¡Contéstame!!! —le exigí.
—¡¿Qué quieres que te conteste?! —vociferó, fuera de sí.
  Se acercó como un diablo enloquecido, pero no consiguió intimidarme. Apreté mi mandíbula y dirigí mis ojos hacia los suyos de manera temeraria.
  —¿Desde cuándo te metes esto?
  Se frotó la cara varias veces, seguido de los ojos, y dio dos pasos para bordear la mesa y llegar hasta mí. Se alzó amenazante, pero en ningún momento se me ocurrió bajar la mirada con miedo, aunque en el fondo estaba temblando como una hoja.
  —¿Con qué derecho has hecho eso? —me escupió con rabia.
  —Con el derecho que me dé la gana. —Recalqué lo último, sílaba por sílaba, pegando mi rostro prácticamente al suyo.
  Sentí su respiración feroz en mi cara, y sus ojos recayeron sobre mí, echando humo. Elevó su dedo índice para apuntarme directamente a la cara, pero antes de que pudiera decir ni una sola palabra, le propiné un manotazo que provocó que se moviera una milésima. Bufó como un toro, y al intentar evantar de nuevo la mano, elevé la mía para repetir el gesto. La sujetó con una fuerza desmedida.
  —No vuelvas a darme un manotazo de esa manera —gruñó.
  —¡Y tú no vuelvas a señalarme con el dedo!
  El fuego de sus ojos se reflejó en los míos. Parecíamos dos titanes a punto de enzarzarse en una pelea. Lo miré con mala cara cuando fue a cogerme del brazo para sacarme del reservado. Entonces, uno de los dos perdió la poca cabeza que le quedaba.
Me lanzó sobre una mesa llena de licor y colillas de cigarros que aún humeaban.
—¡Lárgate de aquí Elisa! —fue su último grito que pude escuchar, cuando se escuchó otro, de una de aquellas mujeres que gritó—¡Incendio!—, el fuego consumía tres de las cuatro cortinas. Una avalancha de gente desnuda se agolpaban en cada escalera, corrían de un lado al otro... la cortina de humo negro los azoraba más, y seguían corriendo, aplastando a otros más que habían tropezado, así como cayó Terry, y yo.

La más bella Herejía Donde viven las historias. Descúbrelo ahora