La trampa 3

82 10 7
                                    

Elisa tuvo que luchar otra vez para soportar los olores humanos antes de alcanzar el área de la escalera. El salón entero y los jardines parecían un enorme y desordenado campamento militar. Los borrachos yacían, exhaustos tras el libertinaje de la fiesta nocturna, muchos desnudos y muchos medio cubiertos por ropas bajo las que se habían acurrucado como si se tratara de una manta. El aire apestaba a vino rancio, a aguardiente, a sudor y a orina, aún los rescoldos de las hogueras donde habían asado la comida y en torno a las cuales habían bebido y bailado. Aquí y allí sonaba todavía entre los miles de ronquidos un balbuceo o una risa. Es posible que muchos aún estuvieran despiertos y siguieran bebiendo para nublar del todo los últimos rincones sobrios de su cerebro. Pero nadie vio a Elisa, que sorteaba los cuerpos tendidos con cuidado y prisa al mismo tiempo, como si avanzara por un campo de lodo. Y si alguien le vio, no la reconoció.
Cuando llegó al final de la escalera, revisó cada una de las habitaciones y al final, no tomó el camino de su habitación ni de la de Terry, sino que fue a campo traviesa en dirección a la habitación de Candy, recogiendo lo que estaba tirado y tumbándose en la cama. Hacía rato que habían dejado de buscarla cuando salió el sol, grueso, amarillo y abrasador.
Annie pegaba un grito al encontrarse en los brazos de Neal Lagan, la tía abuela Elroy no podía creer que uno de los choferes de William yacía junto a ella en el piso de su habitación. Archie miraba estupefacto dormir a Terry con los pantalones a media pierna y el trasero sonrosado con marcas de golpes justo en cierta dirección. Pero no recordaba nada.
La gran cantidad de invitados se despertó uno a uno con una espantosa resaca. Incluso aquellos que no habían bebido mucho tenían la cabeza pesada y náuseas en el estómago y en el corazón. En el jardín, a plena luz del día, honestos campesinos buscaban las ropas de las que se habían despojado en los excesos de la orgía, mujeres honradas buscaban a sus maridos e hijos, parejas que no se conocían entre sí se desasían con horror del abrazo más íntimo, amigos, vecinos, esposos se encontraban de improviso unos a otros en penosa y pública desnudez.
Muchos consideraron esta experiencia tan espantosa, tan inexplicable y tan incompatible con sus auténticas convicciones morales, que en el mismo momento de adquirir conciencia de ella la borraron de su memoria y después realmente ya no pudieron recordarla. Otros, que no dominaban con tanta perfección el aparato de sus percepciones, intentaron mirar hacia otro lado, no escuchar y no pensar, lo cual no resultaba nada sencillo, porque la vergüenza era demasiado general y evidente. Los que habían encontrado a sus familias y sus efectos personales, se marcharon de la manera más rápida y discreta posible. Hacia el mediodía, la mansión estaba desierta, como barrida por el viento.
Los ciudadanos que salieron de sus casas, lo hicieron al caer la tarde, para atender a los asuntos más urgentes. Se saludaron con prisas al encontrarse, y sólo hablaron de temas banales. Nadie pronunció una palabra sobre los sucesos de la víspera y la noche pasada. El desenfreno y el descaro del día anterior se había convertido en vergüenza. Y todos la sentían, porque todos eran culpables. Los habitantes de Lakewood no habían estado nunca tan de acuerdo como en aquellos días. Vivían como entre algodones.
Muchos, sin embargo, por la índole de su profesión, tuvieron que ocuparse directamente de lo ocurrido, En los servicios de urgencia de los hospitales habían llegado varios hombres y mujeres con este tipo de casos y una palabra, burundanga, nombre popular de la escopolamina, una sustancia que anula la voluntad, produce desinhibición y crea amnesia. La continuidad de la vida pública, la inviolabilidad del derecho y el orden exigían medidas inmediatas. Por la tarde se reunió el concejo municipal. Los caballeros, entre ellos el Alcalde, se abrazaron en silencio, como si con este gesto conspiratorio quedara constituido un nuevo gremio. Decidieron por unanimidad, sin mencionar los hechos, ni siquiera el compromiso de Terius Grandchester y Elisa Lagan, «ordenar el desmantelamiento y la quema inmediata de fotografías y notas periodísticas y restablecer el orden y la seguridad », El magistrado acordó sin discusión considerar cerrado el «Caso L&G.»
De todos modos, la ciudad ya lo había olvidado y, por cierto, tan completamente, que los viajeros que en los días siguientes llegaron a Lakewood y preguntaron de paso por el famoso compromiso de los demás periódicos de EEUU, no encontraron ni a un hombre sensato que pudiera informarles al respecto. Sólo un par de locos de la Charité, notorios casos de enajenación mental, chapurrearon algo sobre una gran fiesta en la mansión Ardlay a causa de la cual les habían obligado a desalojar su habitación.
Y la vida pronto se normalizó del todo. La gente trabajaba con laboriosidad, dormía bien, atendía a sus negocios y era recta y honrada. El agua brotaba como siempre de los numerosos manantiales y fuentes y arrastraba el fango por las calles. La ciudad volvió a ofrecer su aspecto sórdido y altivo en las laderas que dominaban la fértil cuenca. El sol calentaba. Era mayo. Ya se cosechaban las rosas.
Candy atendió a Albert por casi un mes y medio a causa del golpe que casi había quebrado uno de sus dedos, mientras el se preguntaba a quien había golpeado aquella noche. Si su mano estaba así, la cara de la otra persona de seguro estaría aún mucho peor.

Aquella noche marcó un antes y un después en la vida de Elisa, ver a Terry de aquella manera la destrozó por dentro, y no porque le quisiera, sino por ver el efecto que pueden causar ciertas acciones en las personas.
Los días posteriores estuvo llamándola, pero ella no le quiso atender.
Podía hacer todo esto cuando quisiera; poseía el poder requerido para ello. Lo tenía en la mano. Un poder mayor que el poder del dinero o el poder del terror o el poder de la muerte; el insuperable poder de inspirar lujuria en los seres humanos.
Gracias a eso ahora era la dueña del Wish, sigue haciendo de las suyas, sigue adorando a Ashley, a Michael, a Sheila, a Devon, a Jessy y a Loren, que también llegó con Lara para llenar el Wish de historias, y sigue odiando a Candy que habría tenido lo que consideraba suyo en todo este tiempo, aunque ahora, poco a poco, Elisa ha cambiado y es más soportable.
Su vida se convirtió una locura, haciendo de celestina, ayudando a Neal en la reconquista de Annie, y aunque se ha permitido ciertos lujos y ciertas libertades, ahora ha conocido a un policía que la trae de calle.
Doroty, James y el Sr Winston habían sido los únicos que no habían tomado ninguna clase de licor la noche del compromiso de Elisa y por ende, los únicos testigos fiables de lo que realmente había ocurrido aquella noche en la mansión de Lakewood. Y también a quien tuvieron que sacarle de encima el puño izquierdo de William Albert Ardlay.

La más bella Herejía Donde viven las historias. Descúbrelo ahora