Boston 2

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Tiempo actual.

Me desperté de repente. El reloj en mi mesita de luz daba las doce de la noche, y una ráfaga de viento irrumpía por la ventana de mi habitación. Seguramente eso era lo que me había despertado. Espera... ¿Una ráfaga de viento? ¿Cómo era posible? Siempre me aseguraba que mi ventana estuviera bien cerrada antes de irme a dormir. "¡Demonios!" pensé mientras me levantaba de la cama, me calzaba las pantuflas y me dirigía hasta la ventana para cerrarla. La verdad no me interesaba saber por qué estaba abierta ni cómo había llegado a estarlo; a esa hora lo único que quería era cerrarla y volver a acostarme. Estaba cansada, y realmente necesitaba sacarle el mejor provecho a mis horas de sueño.
Cerré la ventana dejando salir un suspiro, pensando que tal vez estaba haciendo más frío de lo normal para esa época del año. Pero después de todo, ¿cómo no iba a estar frío si la ventana estaba abierta? Pensé que esa debía ser la explicación más acertada. Me aseguré que estaba bien atrancada y que no volvería a abrirse, y luego volví a la cama para seguir durmiendo.
  —¡Uuuuh! ¡Uuuuh! —Fue el ruido que me trajo de vuelta al mundo de los despiertos.
  "¿Qué es ese ruido?", pensé cuando me volví a despertar a la una de la mañana. Mi ventana estaba abierta nuevamente y un búho estaba parado allí, lulando siniestramente, su mirada fija en mí.
  —¡Shú! ¡Shú! —le grité, moviendo un suéter para asustarlo. Pero a decir verdad, la que estaba asustada era yo, ya que parecía que el búho ni siquiera se percataba de mi presencia.
  —¡Uuuuh! ¡Uuuuh! —volvió a chillar con más fuerza, girando su cabeza unos ciento ochenta grados.
  —¡Demonios! ¡Ya vete! —le grité al ave. ¿Qué hacía allí en mi ventana? ¿Por qué estaba la ventana abierta otra vez? No era posible, y para empeorar las cosas el ave no se movía de allí, por más gritos que yo profiriese.
  "Tendré que irme a dormir a la sala", pensé frustrada. Tomé mi almohada y una manta y sin darle otra mirada más al búho, me puse nuevamente mis pantuflas y caminé hasta la planta baja. Una vez allí, acomodé mi almohada en el sofá, me acosté y me cubrí con la manta, esperando que nadie se burlase de mí al otro día cuando les contase mi historia de esa noche.

—Caroline... ¿Porque duele tanto?

Las sinuosas calles de Boston hablan de revolución y renacer; incluso hoy es una ciudad progresista y rompedora. No se puede dar un paso sin topar con un monumento, pero sigue siendo vital, con su vibrante escenario artístico, planificación urbana de vanguardia y los eternos eruditos y pensadores que dan forma a su cultura en constante evolución.
Empecé a sentirme más tranquila. Nadie sabía lo mío con Albert, y nadie debía sospecharlo jamás. En el fondo, ¿qué había entre nosotros dos? Nada. Éramos dos familiares que habían bailado un tango una vez. Solo dos... perdida e irremediablemente enamorados el uno del otro... Si claro...
Lloviznaba cuando George y yo alcanzamos Nueva York. A pesar del clima y del manto de neblina grisácea, que había devorado las puntas de los rascacielos, la ciudad temblaba de lo ferviente que era su ritmo.
  Antes de irnos, pasamos una noche en un hotel de Manhattan, y me di cuenta de que la gente que nos rodeaba parecía estar chiflada. Los coches viajaban a demasiada velocidad, las fiestas eran demasiado ruidosas. Esas personas sabían cómo vivir, siempre en el filo de un cuchillo y sin miedo a caerse.
  Como George y yo no teníamos tiempo para nada de eso, pedimos una cena ligera al servicio de habitaciones y nos fuimos a la cama temprano, alegó estar muy cansado del viaje.
  Al día siguiente, nos marchamos a Boston, en un coche. Encontramos a Lady Sheila Caroline Loughborough. tomando Champagne. Solo eran las diez de la mañana.
  ―Buenos días.
  Tardó unos segundos en salir de donde sea que estuviera.
  ―¡Candy, querida! ―canturreó con afectación, acercándose para besar mis mejillas―. ¡Pero George viejo granujilla! Cada día estás más apuesto.
  Inspeccioné a George de arriba abajo. Sí, supuse que era un hombre apuesto. Nunca me había parado a pensar en ello.
  ―No puedo afirmar otra cosa sobre ti, Caroline. Estás estupenda. ¿Te has hecho algo en la cara?
  ―Masajes orientales para realzar los pómulos. ¿A que parezco más joven ahora? ―coqueteó ella con una sonrisa descarada.
  ―Al menos diez años.
  ―Oh, qué exagerado ―rio, encantada―. Será que Europa os convierte a todos en unos galanes. ¿Champagne? ―nos ofreció, tan pronto como tomamos asiento en el colorido salón, pero tanto George como yo rehusamos.
  ―Más bien café, si eres tan amable. Es demasiado pronto para beber.
  ―Esta niña no dice más que sandeces. Nunca es demasiado pronto para beber champagne. Los franceses lo desayunan.
  Puse los ojos en blanco. Caroline se acabó la copa y pidió otra. No me extrañaba que no pregunte por Albert, estaba demasiado ebria como para darse cuenta.
  Observé a Caroline. No pude obviar las similitudes conmigo, ¿Será el entorno en que vivimos?. ¿Así era como iba a acabar yo? ¿Esquelética, borracha y superficial? ¿Acaso ella era una versión de cómo sería yo misma en el futuro?  aunque de un atractivo opuesto al mío. Ella era más solemne, más elegante, de una belleza más atormentada. Yo, en cambio, creo era infantil.
  Incluso su modo de vestir, con toda esa ropa en tonos neutros y sin cintas de pelo. Ahí residía su encanto.
  ―¿Os quedaréis en casa?
  George lo negó.
  ―Había pensado en que la señorita Candy se quedara aquí, contigo.
  Abrí los ojos de par en par.
  ―¿Por qué? ¿Adónde irás tú?
  George se volvió en su butaca para estar de cara a mí.
―Me temo ha surgido un imprevisto con el nuevo edificio que estamos construyendo en Manhattan. William me necesita allí.
  ―Podría ir.
  ―¿Y quedarte sola todo el día? No me parece un buen plan. Lo mejor es que te quedes aquí, con Caroline, y que yo venga a verte siempre que el tiempo me lo permita.
  Menuda historia. Chasqueé la lengua, fastidiada. Tenía que habérmelo imaginado. Solo querían sacarme de Lakewood.
  ―Está bien ―accedí a media voz―. Me quedaré aquí, si es lo que de verdad desean que haga.
  ―¿Y habéis venido solos? ―preguntó Caroline, para aliviar la tensión.
  George y yo nos volvimos hacia ella y asentimos a la vez.
  ―Eso quiere decir que no os quedaréis demasiado tiempo ―conjeturó, abstraída.
  Volvimos a asentir—William no ha dejado de insistir en que Candy comprara una casa aquí en Boston.
―No vamos a quedarnos para siempre, Caroline.
  ―No sé qué es lo que le veis a Boston.
  ―A William le encanta la ciudad.
  ―No consigo entender por qué razón ―se lamentó ella.
  ―Le gusta el ambiente ―expuso George.
  ¡Le gusta la vida nocturna!, quise rebatir a gritos. Pero habría sido cínico por mi parte. Ya no tenía derecho a reprocharle nada. No después de haber... Aún me asombrara el hecho de que nadie lo supiera. O, peor aún, que nadie se lo contará a George.
  ―El ambiente, el ambiente ―desaprobó Caroline―. Hay ambiente en todas partes, George. Sobre todo, en Nueva York.
  ―Prefiero el de Nueva Orleans.
  ―Bah. Eres incorregible.
  Tras servirse otra copa, Caroline, cansada de seguir intentando cambiar las creencias de George, se tumbó en un diván. Llevaba una bata larga, de seda azul, y tenía un turbante del mismo color tapando sus rubios mechones. Parecía una pitonisa. Su rostro brillaba demasiado. Me pregunté qué clase de potingues se habría echado. En realidad, ni siquiera quería saberlo. Sus excentricidades no conocían límites.
  ―¿Vendrá... ?
  ―No tengo ni la más mínima idea. Ni siquiera sé dónde ha ido. Y creo que ni siquiera me importa ―añadió entre risas.—El hambre, la guerra, las sequías...
  ―Bah. Eso no nos afecta a nosotros.
  ―Gracias a Dios. De lo contrario, nos moriríamos. ¿Cómo vivir en un mundo sin champagne?
  ―Oh, ¿siempre tiene que ser tan desagradable? ―se le quejó a George.
  Este se rio.
  ―Ya sabemos cómo es nuestro...
  Eso lo dudaba. Ni yo misma sabía cómo era.
  ―Bueno, iré a instalarme ―resolví, levantándome por fin de la butaca. Caroline se quedó charlando con George, y yo fingí que el hecho de que Albert se desapareció tan pronto no me afectaba en absoluto.
  La promesa de Albert duró demasiado. Estuve dos meses en casa de Caroline y solo vino un día. Encima, después de entregar una nota se esfumó nada más comer, porque llevaba mucha prisa. El papeleo le estaba matando. Sin embargo, cada vez que ella llamaba a la oficina, Albert no estaba ahí. ¿Dónde hacía el papeleo? ¿En un parque?
Cuando llegó el mes de Mayo y la fiesta de compromiso llegaba, empecé a sentirme muy aburrida. Mis planes se habían frustrado, dado que todas mis amigas estaban lejos. O, al menos, todas mis amigas interesantes. Con las amigas poco interesantes no quedaba demasiado. Me mataban de aburrimiento. No hacían más que quejarse de sus criadas. Que si no planchaban los bolsillos de sus vestidos, que si nunca conseguían servir correctamente el café... Bah. Esas conversaciones tan superficiales me colmaban la paciencia. A mí nunca se me habría ocurrido fijarme en si estaban o no planchados los bolsillos de mis vestidos. ¿Qué más daba? ¡Nadie podía verlos!
  Hasta que escuché una voz que me hizo abrir los ojos de par en par y sentir, por primera vez en semanas, un sobresalto. donde estaba.
—¡Uuuuh! ¡Uuuuh! —volví a escuchar. ¡Ese búho ya me estaba poniendo la carne de gallina!. Apresuré el paso y pronto llegué a la puerta de la habitación de Caroline... y escuché:

"Albert... Vuelve, por favor... Déjame entrar en tu vida, déjame soñarte, déjame tocarte otra vez... Me duelen los ojos de tanto llorar... son las cinco de la mañana... Pienso en nuestro beso de despedida... Pienso en ti... Tus ojos, verdes, penetrantes, hipnotizadores de mi alma... Quiero que me lleves a rincones nuevos otra vez... Enséñame a ser tuya sin dolor... Lo que sea... Voy al baño. Mi aspecto es lamentable... Una chica despeinada y sola está en el espejo de mi casa. Mis ojos verdes son casi negros. Tanto tiempo ha pasado... Son las doce del mediodía. Llueve, no hay sol, no hay día... Todo es oscuro y negro.
Suena el teléfono... Albert... No, no eres tú; no es nadie...
Soy como un caracol... Estoy como una pelota en mi cama. Cojo mis rodillas y me tapo con la sábana. Tengo frío... Estoy helada sin ti... No quiero nada más.
Duermo abrazada a un cojín... pero no oigo tu corazón latir... Ni huele a ti porque cambié las sábanas... Sólo está empapado de mis lágrimas...
Albert... no quiero otro hombre, no quiero nadie más, no me interesa ese William... ese hombre se parece a mi hermano... no quiero esta boda... ¿Porque me hiciste esto Albert? ¿Porque?...

—Creo que el maldito búho me está haciendo alucinar... ¿Albert? Y no quiere a William... ¿Esta loca...?

La más bella Herejía Donde viven las historias. Descúbrelo ahora