Sujetó la botella con énfasis y le dió otro trago hasta que notó que no podía respirar. La soltó, propinando otro fuerte golpe, y se encaminó hacia la puerta con prisas y sin detenerse.
—William..., ¿adónde vas? —le preguntó George con hartazgo."No me entendía ni yo mismo, y mucho menos iba a conseguirlo él. ¿Obsesión? ¿Puedes obsesionarte con una persona? ¡Claro que sí! Tuve mujeres, y con ninguna sentí que ese pequeño muro se derribase, que me hiciese sentir de verdad, que me llevase cerca de lo prohibido. No, nadie estaba a la altura, y nadie lo estaría. La necesitaba como el aire para respirar. Quizá aquel día y lo que tomé fuese la balanza que controlaba mi vida para no dejarme caer, porque cuando ella estaba cerca, no necesitaba ninguna mujer para poder olvidar la vida en la que estaba encerrado día sí y día también.
«Grandes problemas», pensé, y así me definía mucho mejor.
Tenía grandes problemas.
Caminé hasta mi escritorio dentro del solárium y busqué la llave maestra que mi padre me dejó: para poder acceder a todas las habitaciones de la mansión. Me asomé al ventanal cuando salí, y vi que Candy estaba sentada en uno de los taburetes bebiéndose una especie de chocolate.
Aligeré mi paso hasta llegar a su puerta, comprobando que no había nadie en el pasillo. Entré y cerré tras de mí. Abrí la primera hoja de su armario, lo que provocó que su fragancia me inundase por completo, haciéndome parecer un jodido demente cuando cogí sus prendas y me las llevé a la nariz.
Un rato después escuché unos pasos acercándose a la puerta y, sin pensármelo, me quedé sentado en el filo de la cama. En la oscuridad de la noche aguardé a que pasara la llave. Una vez que entró, sus ojos se detuvieron en mí. Me enfocó, y después me observó con los labios entreabiertos. Me incorporé para que pudiera contemplarme bien, siendo consciente de cómo me atravesaba sin decir ni una sola palabra. La miré, anhelando un gesto, un movimiento, lo que fuera, pero nada de eso llegó. Sus ojos se fueron a la cama y, después de eso, su mirada felina volvió a recaer sobre mí. Abrió la boca una milésima, para volver a cerrarla. Su semblante se tensó, y supe que había sido una locura entrar de aquella manera en su intimidad.
Las dudas me asaltaron. Si se daba el caso y me pedía que me marchase, lo haría, porque una cosa tenía clara: jamás la obligaría a hacer algo que no desease".―¿Por qué estás evitándome?—dije.
"¡Que yo le estaba evitando!"
―No le estoy evitando tío abuelo―dije, toda digna―. Y no recuerdo haberle dado permiso para que entre a mi habitación.
―Vamos, Candy. Fuiste tú la primera en quedarte cuidando mi mano en la mía, ¿recuerdas? Dejemos esta estupidez de hablarnos así de usted y comportarnos como si no hubiera nada entre nosotros dos.
Sentí ganas de darle un bofetón.
―¡Es que no hay nada entre nosotros dos!
Albert me cogió por la muñeca y me atrajo hacia la sombra que la puerta proyectaba sobre el suelo. Di gracias de que no hubiera nadie en el pasillo.
―Sabes que eso no es cierto. Sabes que la última vez que estuvimos juntos, yo me moría por besarte. Y sabes que tú también lo deseabas. ¡Así que no vengas a decirme ahora que no hay nada entre nosotros dos, maldita sea!
Mi pecho empezó a moverse deprisa, al ritmo de mi aliento. No sabía si mi reacción se debía a la ira o a la excitación. Albert me sujetaba por la muñeca y estábamos demasiado cerca el uno del otro. Además, me estaba mirando los labios con tanto apasionamiento que me temblaban las rodillas. ¿Cómo podía hacerme sentir todo ese cúmulo de sentimientos con una sola mirada? ¿Cómo era posible que algo que estaba mal me hiciese sentir tan bien, tan viva?
―Estas casado―me obligué a decir.
Albert sacudió la cabeza.
―No le amo. Ni élla me ama a mi. Lo vi en la fiesta, Candy. ―Se humedeció los labios y se los mordió, antes de añadir, en un susurro―: Yo no podía apartar la mirada de ti.
Lo negué con desesperación.
―Nada ha cambiado. Perteneces a una antigua dinastía de la aristocracia escocesa, el rey ya te casó. ¿Acaso no fue así como lo dijeron? Yo también buscaré que me case igual.
Albert se debió de dar cuenta de que yo estaba tan desesperada que me aferraba a cualquier cosa, a cualquier idea.
―¡Fábulas! Quizás un niño caprichoso que no sabrá ni lo que quiere.
―¿Qué sabrás tú sobre nosotros? Seremos iguales. Encajaremos muy bien el uno con el otro.
Una expresión inescrutable se instaló en sus ojos mientras estos me sopesaban.
―Me niego a pensar que tú quieres eso ―declaró con cierta dureza.
―¡Pero lo quiero!
Albert apretó las mandíbulas con fuerza.
―La chica que vivió conmigo y con la que bailé un tango no. ―gruñó entre dientes.
―La chica con la que bailaste un tango ―empecé, irritada―, ¡es la dama de amor de Lady Caroline!, hija adoptiva de la familia Ardlay. ¡Y no va a volver a verte después de nuestro último viaje!
Su garganta se movió al tragar saliva. Me pareció que la idea de no volver a vernos le resultaba abrumadora.
―¿No puede, o no quiere?
―¡Las dos cosas! ―exclamé con un chillido―. Ahora, suéltame.
―Está bien. Pero antes te daré algo sobre lo que reflexionar. Para que no te aburras en tu... viaje —se burló.
Sin nada de cortesía, me agarró por la nuca con las dos manos y arrastró mi boca hacia la suya. El impacto de sus labios estrellándose contra los míos fue lo más intenso que había sentido nunca. No se me ocurrió nada con lo que compararlo. Pensé en tifones, huracanes, el derrumbamiento de un rascacielos... No, nada se le podía comparar.
Presa de un momento de debilidad, gemí, lo que permitió a Albert deslizar la lengua a través de mis labios y besarme con más insistencia. Un ardiente anhelo se apoderó de todo mi cuerpo e hizo que algo dentro de mí cobrara vida. Y creo que él advirtió cómo se estremecía mi pecho, pegado al suyo, porque sus labios se movieron en una tenue sonrisa.
No se lo pensó demasiado, me dio la vuelta, me apoyó contra la puerta y me volvió a besar con esa desesperación a la que no estaba acostumbrada. Me levantó las manos a la altura de la cabeza, colocó las palmas encima de las mías y nuestros dedos se entrelazaron Nunca había vivido un momento tan salvaje y apasionado, y francamente, me asustaba la idea de no volver a vivirlo nunca más. Supongo que lo que me asustaba era la certeza de saber que nadie, nunca, volvería a hacer sentirme tan viva como William Albert Ardlay me hacía sentir.
Al separarse nuestros labios, Albert enterró la cara en mi cuello e inhaló con fuerza.
―Jamás había deseado a una mujer con tanta intensidad ―me susurró al oído, con esa voz rasposa que sabía a ciencia cierta que nunca conseguiría dejar de escuchar dentro de mi cabeza.
Me abrazó con fuerza, y me sentí bien. Dios mío, me sentí maravillosamente bien, ¡como nunca! Fue el momento más embriagador de toda mi existencia, pero solo duró unos instantes, antes de que la aplastante culpa lo destrozara. Todo se echó a perder, porque la culpa que me invadió fue mil veces más poderosa que cualquier pasión.
Empujé a Albert hacia atrás y me aparté con horror. ¿Cómo había podido hacer algo semejante? Yo no era así.
―¡¿Cómo te atreves?! ―rugí con ojos asesinos.
Albert sonrió un poco. Aun así, parecía triste. Creo que esa no era la reacción que había esperado de mí.
―Lo único que lamento es no haberlo hecho antes ―me dijo con voz calmada.
―¡No puedes volver a besarme! ¡No está bien!
―Lo estaba mientras te besaba.
Sabía que él llevaba razón, pero jamás lo habría admitido. Me negaba a admitir que su beso había desencadenado en mí un hambre superior a cualquier otra cosa jamás experimentada. ¡Cuánto le odiaba por ello! Porque yo tenía un objetivo: olvidarme de él. Y me lo acababa de poner muy difícil. Demasiado difícil. ¿Cómo iba a poder olvidarle después de eso? ¿Cómo iba a poder volver a besar a alguien sin pensar en el modo en el que Albert me había besado? ¿En el roce de su piel, todavía sin afeitar? ¿En el calor de su cuerpo envolviendo al mío? ¿En el modo en el que nuestras lenguas se habían acariciado la una a la otra? ¡¿En su maldito olor masculino?!
―¡No vuelvas a besarme nunca más! ―le exigí, agarrada con las dos manos a ese sentimiento de cólera, que evitaba que sintiera cualquier otra cosa; cualquier otro deseo.
Albert tragó saliva
―No lo haré hasta que tú me pidas que lo haga. Solo quería... solo quería darte algo en lo que pensar.
En mis ojos fulguraron unas chispas de locura.
―Pues ya lo has conseguido. Ahora pensaré en lo mucho que te odio.
Albert soltó una carcajada. Los dos sabíamos que esa era una mentira de las grandiosas.
―Mientras pienses en mí... ―se conformó, con un leve encogimiento de hombros.
Enfurecida a más no poder, di media vuelta para marcharme.
―Candy.
Frené en seco, aunque luego me odié por haberlo hecho.
―¿Qué? ―pregunté lentamente.
No me giré hacia él. Solo aguardé.
—Me debes tres años Candy. Y eso son muchos días con sus respectivas noches.
"Lo sabe, de seguro Doroty ya habló"
Levanté la barbilla con determinación y dejé que una máscara inexpresiva cubriera mi rostro. En ese momento, dejé de ser Candy, solo Candy, para colocarme la máscara de la señorita Ardlay. Era lo correcto. A mi entender, la vida se dividía en dos columnas: la de las cosas que quería hacer y la de las cosas que debía hacer. Apartarme de Albert no era lo que quería, pero, sin la menor duda, era lo que debía.
Y lo hice.
―Adiós, William.
Sentía los pies pesándome como si mis zapatos hubiesen sido forjados en hierro puro.
―Adios Candy, no te molestaré, ni siquiera me verás en Boston más de lo obligado. Pensaré en ti cada vez que escuche un tango.
Me mordí el labio y esperé a que se alejara de mí. ¿Porque Caroline me tomó de dama de amor? No importa, ya no lloraré más.—escuche la puerta cerrarse y caí al piso envuelta en llanto.
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La más bella Herejía
FanficLa amante del Rey George V necesitaba urgente un esposo antes de ser colgada, Terry Grandchester hijo ilegítimo sería la presa que pagaría por ella en la corte, incluyendo la horca. No obstante Elisa planeó algo más drástico, con el apoyo de la tía...