Osborne House 2

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Aquella mañana de Julio y a tan temprana hora, las cavilaciones melancólicas del Rey George V pesaban más en su ánimo porque los primeros meses de su reino se habían visto ensombrecidos por la tragedia.
El primer disgusto serio fueron los amoríos de su hermano James con Annie Ritz, la hija de su canciller, el hombre en quien más había confiado durante sus años de guerra. James se había casado con la muchacha y luego fue a confesar la noticia a su hermano en el momento menos oportuno, postrándose de rodillas ante él para anunciarle la mésalliance e implorar su perdón por haber desobedecido la regla según la cual los nobles próximos del monarca debían pedir licencia para contraer matrimonio.
Debió montar en cólera y encerrarlos a ambos en las mazmorras de la Torre. Eso habrían hecho sus antepasados, aquellos famosos Estuardo, Enrique e Isabel, a quienes todos consideraban el rey y la reina más grandes que hubiese tenido nunca ningún país.
¡Encarcelar a su propio hermano! Y por casarse con una joven que, de haberse demorado la ceremonia poco tiempo más, habría dado a luz un hijo ilegítimo, ¡un bastardo en la línea sucesoria del trono!
Otros lo harían, pero no George V. No podía, porque él mismo era el primero en comprender la inclinación que empujó a James y le hizo cometer el desliz con la hija del canciller (aunque no fuese una belleza a los ojos de George V, poseía inteligencia y astucia muy superiores, según era de temer, a las escasas luces de su hermano) y, habiéndola dejado embarazada, la imposibilidad de hacer oídos sordos a sus lágrimas y sus reproches.
George V comprendía tan bien a James y Annie, que ni siquiera se molestó en fingir enfado.
—Alzaos, James. No os arrastréis a mis pies de esa manera, ¡voto a tal! Bastante torpe sois como para colocaros además en postura tan ridícula. Lo hecho, hecho está. Sois un necio, pero por desgracia, hermano mío, eso no constituye ninguna novedad para mí.
Pero no todos miraban el asunto con tanta indulgencia como el rey. George V suspiraba al considerar el revuelo que se había armado con aquel casamiento. ¿Por qué no se tomarían todos la vida lo mismo que él? ¿O acaso creían posible deshacer aquel matrimonio fustigando a James y haciéndole la vida imposible a la muchacha?
Era triste, pero casi nadie compartía la tolerancia del monarca.
Empezando por el padre de la joven, el canciller Ritz, que se hacía el ofendido y aseguraba que habría preferido ver a su hija convertida en concubina, y no esposa del duque de York.
—No me parece muy digno de un hombre de vuestros elevados ideales semejante sentimiento paternal, canciller —le replicó con ironía. Pero George V siguió respaldando a Ritz y sólo ahora que el hombre se manifestaba contrariado porque su hija fuese la esposa, y no la querida del duque de York, empezaba a poner en duda la sinceridad de su canciller.

Y ahora había contratado a una cortesana... Lily.
Necesitaba saber hasta donde había llegado Albert duque de Edimburgo con la Infanta Candice Ardlay. Según la información del bastardito lord Grandchester no había ningún problema para que el matrimonio con Lady Sheila Caroline Loughborough sea consumado.
Necesitaba ponerle fin a la influencia que ejercía en los hombres de la nobleza Lady Caroline, no hubiera pensado que era tan fácil de doblegar y de que sucumbiera tan fácilmente al deseo, Caroline no era una digna esposa para el duque de Edimburgo. Y Grandchester, había mentido, había puesto una trampa tan miserable a la familia Ardlay, había ocasionado la muerte de personas que, aunque no eran de su reino, si habían estado bajo el influjo del mismo a través del Lord.

El desastre previo fue el fallecimiento de su hermano Esteban de Gloucester, el más querido para él. La muerte sobrevino rápidamente bajo las especies de la temida gripe española, y el joven Esteban, sano y fuerte tal día, era enterrado una semana más tarde.
Semejante tragedia, tan pocos días después de su primera sucesión —Esteban murió en septiembre, pocas semanas después del escándalo protagonizado por James, y apenas tres meses después del regreso del hijo bastardito de Grandchester a Inglaterra— amargaba todos sus placeres, y ni siquiera la presencia de sus queridas hermanas alcanzó a consolarle del todo.
A Ginette la amaba tiernamente, quizá más tiernamente que a ninguna otra persona del mundo, y para él había sido una alegría y una satisfacción darle la bienvenida en el país donde ahora se le había aclamado como rey, honrando así a aquella muchacha adorable y chispeante pese a las muchas humillaciones que como pariente pobre había sufrido en la corte de Francia. Aunque con Ginette fue preciso recibir a su madre, y ahora George se sonreía al recordar a Dianne, diminuta pero temible tarasca que venía, los ojos echando chispas, dispuesta a cantarle cuatro verdades a James y anunciando a todos con grandes aspavientos que no entraría en Whitehall hasta que Annie Ritz hubiese recibido la orden de salir de allí.
De este modo recayó también en George V la tarea de sosegar a su madre, lo cual despachó con gracia y buenas maneras, y no sin algo de astucia. Porque la pensión de la reina madre dependía del arbitrio del hijo, y se le hizo saber que su primogénito, pese a sus modales bondadosos, seguía siendo tan obstinado como siempre y que una vez había decidido que las cosas debían hacerse de cierto modo, era tan imposible disuadirle de su propósito como cuando, de niño, se negaba a tomar su purga y se aferraba al bolo de madera con el que solía meterse en cama a guisa de muñeco.
Así había triunfado sobre la voluntad de su madre con la mayor suavidad posible, y le comentaba a su pequeña Ginette:
—¡Pobre mamá! Tiene una capacidad única para las causas perdidas y malgasta su gran energía en pretender lo que sólo puede traerle disgustos.
Y entonces, casi acto seguido, la terrible gripe española que se había llevado a su hermano Esteban atacó también a su hermana Mary, y en el decurso de pocos meses, además de recobrar el trono había perdido un hermano muy querido y una hermana.
¡Cuánto infortunio! En la familia le quedaban sólo su madre, aunque nunca había existido amor verdadero entre ellos, su hermano James, que era un atolondrado y un cobarde según había demostrado con el trato infligido a Annie, y Ginette, la hermana menor, la preferida entre todos, pero se veían pocas veces y ahora las aguas del mar los separaban tra vez. Hacía pocas fechas que se habían despedido sin saber cuándo volverían a verse. Habría preferido llamarla otra vez a Inglaterra y quedársela allí, ¡querida Ginette! Pero el destino la llamaba a otro país, donde la aguardaba un matrimonio brillante, y él no tenía derecho a arrebatársela a su prometido y retenerla en Inglaterra, donde nunca sería más que la hermana del rey. Demasiado se habían cebado en ellos las maledicencias, ¡lo que habrían tramado las lenguas viperinas ante un caso así!
Tampoco faltaban otros motivos para sentirse inquieto. ¿Quizás el pueblo estaba un poco desencantado? ¿No habrían colocado demasiado alto el listón de las esperanzas? ¿Creían tal vez que con su reino iban a desaparecer todos los males, como si el rey fuese una especie de mago, un ser aparte cuyo estado de perpetua realeza le permitía dar fiestas públicas, restaurar las explotaciones, abolir los impuestos...
Finalmente se acostumbró a cruzar la galería a paso vivo, casi corriendo, para eludir a los peticionarios. Éstos se postraban de rodillas en su presencia, y él les decía precipitadamente «vayan con Dios vuestras mercedes», «vayan con Dios», antes de desaparecer dando unas zancadas tan largas que habría sido imposible alcanzarle a no ser que se hubiese emprendido una persecución en toda regla. No se atrevía a hacer alto, pues sabía que en tal caso no le sería posible contenerse y haría alguna promesa que luego no podría cumplir.
Por qué no le dejarían disfrutar en paz de sus placeres. ¡Ah!, entonces sí dejaría de lado la melancolía, entonces sí se dedicaría a su pasatiempo favorito de pasear por sus parques, seguido de sus errillos y rodeado de caballeros, con tal de que fuesen ingeniosos, y también de damas, a quienes no se ponía otra condición sino la de ser bellas. Escuchar bufonadas (y tenía anunciado que podían saltarse la realeza en interés del buen humor) y regalarse la vista con la bella figura de las damas, susurrarles proposiciones al oído, tomarlas de la mano por sorpresa, sugerir entrevistas en otro lugar donde los gestos íntimos no fuesen observados por tantos testigos... ¡ah!, esos sí eran placeres... y poder pasear tranquilamente cuando se le antojase.
Así pues, no era de extrañar que se sintiese melancólico con toda la información que la concubina Lily le había traído de America y de la infanta Candice Ardlay.
Ni el duque de Edimburgo, ni la infanta, habían sido culpables del descenlace que había ocurrido Gracias a la droga llevada desde Inglaterra hasta America en manos, "porque no tenia más dudas", del hijo bastardito del duque de Grandchester, que sin duda iría a la horca después de finiquitar aquella desunión. Si.
Esa boda no debería darse, que mejor si alguien se oponía y que mejor que por uno de los amantes de Lady Sheila Caroline de Loughborough.

La más bella Herejía Donde viven las historias. Descúbrelo ahora