Me puse un vestido blanco con un borde de flores hawaianas en el bajo, me calcé unas sandalias del mismo color en los pies y me sujeté el pelo con una diminuta flor que coloqué en el lateral derecho de mi cabello. Abrí la puerta para dirigirme a la cubierta principal, donde se daría la última fiesta del crucero, de temática, y la única condición era ir de blanco.
De regreso al camarote acabé perdonando a Lily gracias a su incesante empeño en que lo hiciera a cada segundo. A fin de cuentas, llevaba razón. Él también era su amigo, y a mí tampoco me gustaría que fuese contando mis confidencias a los cuatro vientos. Pensé que quizá su manera de comportarse siempre conmigo había menguado un poco mi enfado, y eso había hecho que viese las cosas desde otra perspectiva.
Cuando entré en mi habitación, busqué en mi cofre como una desesperada y abrí las dos fotografías que Lily nos había hecho a Albert y a mí dias antes. En la primera, ambos salíamos sonriendo hacia la cámara, con su agarre firme e implacable en mi cintura, pero en la otra, antes de que Lily le llamara la atención, me descolocó ver que en ella se apreciaba a un imponente hombre que tenía sus ojos fijos y destellantes en una loca que sonreía ampliamente hacia la cámara. Y no solo era fijación por mí, no; también había en ella un sentimiento que no supe descifrar, pero estaba claro que traspasaba mi alma y la suya.
Toqué la fotografía con mimo, con el estómago cerrado por la emoción al ser consciente de que tenía una foto suya.
Una foto conmigo.
Ese detalle quizá fuera irrisorio, pero para mí significaba tanto que no tenía palabras para escribir lo feliz que me hacía.
Escuché de fondo un jazz que estaba de moda sonando a todo trapo en la cubierta. Aligeré mis pasos hasta llegar a las puertas dobles, tras las que la gente bailaba alegre y sin preocupaciones. Miré en todas las direcciones hasta toparme con dos impresionantes personas vestidas de forma similar: con un pantalón de lino y una camisa de color blanco remangada hasta los antebrazos. Una chica se acercó para invitar a Albert a bailar, y pude ver cómo la declinaba con un simple vistazo. Mi garganta se resecó cuando posó los ojos en mí, y mis pies se quedaron anclados al suelo sin ninguna intención de reaccionar.
Avancé tratando de aparentar una confianza que no tenía, siendo consciente de que Albert no dejaba de contemplarme. Elevé la vista y vi cómo Lily terminaba su copa de un trago, se levantaba y encaminaba sus pasos bailarines hasta mí, dando movimientos en el aire mientras contoneaba su cuerpo. Tuve que reírme. Llegó a mi altura, sujetó mi brazo sin darme tiempo a rechistar y me llevó hacia la pista junto al resto de parejas bajo los expectantes ojos de su amigo. Sonreí cuando giró mi cuerpo y después me agarró con decisión, pegándome lo suficientemente a ella para así seguir el compás de la música.
—¡Eres una estupenda bailarína! —le grité para que me escuchase.
—¿Acaso lo dudabas? —Divertida, alzó una ceja.
Sonreí y negué con la cabeza mientras mi cuerpo se movía en todas las direcciones que el suyo mandaba. Un hombre que estaba a nuestro lado alzó su mano para intercambiarnos y Lily extendió la suya hacia la de el desconocido. Minutos después, entre risas y presentaciones, recuperé el baile con Lily.
Al terminar, fui a una de las mesas altas que se encontraban alrededor del barandal, donde Albert reposaba sentado en uno de los taburetes, con una pierna doblada de manera irresistible y sus fuertes brazos cruzados entre sí sobre su pecho. Me observaba sin perderme de vista, hasta que llegué a su lado y giró lo justo su rostro para mirarme.—Hola —murmuré.
—Hola —me contestó de la misma forma.
Sus labios se juntaron de nuevo. Cogí el vaso que Lily me había indicado que era el mío y le di un largo sorbo con la pajita, escuchando cómo Albert suspiraba y viendo cómo volvía la vista al frente. Me senté en el taburete y nos quedamos separados por la mesa. Coloqué mis manos sobre mi regazo y fijé mis ojos en Lily, que se divertía con unos y con otros.
Albert permaneció callado. Cansada de su mutismo, decidí entablar una conversación:
—¿Por qué no me dijiste que George y tú habíais creado una cadena a medias?
Me miró pensativo.
—¿Porque no he sabido nada de ti en tres años? —me respondió con ironía.
Su pregunta me hizo apartar los ojos de su ardiente mirada. Traté de disimular mi nerviosismo centrándome en mi amiga loca, que se divertía como si no hubiese un mañana.
—Obvio —le contesté en un susurro.
Exhaló un fuerte suspiro, esa vez más grande que el anterior.
—Tres años... —murmuró como si no pudiera creérselo.
—Parece que me has echado de menos —añadí con sarcasmo.
En ese momento, la Candy que temblaba ante su presencia por lo que le hacía sentir desapareció sin saber el motivo. Clavó sus ojos en el.
—Pues sí. Te eché de menos. Ya te lo dije. —Lo último lo añadió con mal genio.
—En ese caso, poco has hecho para volver a verme.
Ni yo me entendía.
Se giró en su asiento y me contempló con fijeza.
—Te recuerdo que fuiste tú la que me abandonó. —Me señaló directamente—. Tú fuiste la que te marchaste... —Rio con ironía.
—No teníamos nada, Albert.
—¡Sí que lo teníamos! —Elevó su tono, ganándose una mirada de reproche por mi parte.
—Solo éramos amigos. Nada más —seguí en mis trece.
—¿Por qué? ¿Por qué te fuiste? ¿Tan poco te importaba? —Bufó.
Le lancé una mirada asesina, sin embargo, pareció importarle una mierda mis amenazas respecto a ese tema.
—Nunca demostré que no me importaras.
—¿Entonces? —se desesperó.
La conversación que pretendía entablar hacía unos minutos se me antojó incómoda y nada apetecible. Intenté cortarla de raíz contestándole con mal tono:
—Ya te di mis motivos. No creo que sea necesario que te los repita cada dos por tres.
Suspiró derrotado, o me lo pareció cuando creó un extenso silencio, tanto que no esperaba que volviese a hablar:
—Las palabras solo son palabras, Candy.
Clavé mi mirada en él y contemplé cómo se perdía en la pista de baile sin mirar hacia ningún punto en concreto. Lo observé con detenimiento, cómo sus finos labios se juntaban en una línea infranqueable, cómo tensaba su mandíbula y cerraba ligeramente los ojos, abatido. Mi boca también permaneció de la misma forma que la suya. No supe durante cuánto tiempo, ni tampoco me importó. Sabía que su cabeza trabajaba sin parar pensando en los motivos, o quizá ni siquiera le importaba realmente.
Poco después, Lily apareció en nuestro campo de visión con dos copas de más. Nos observó a ambos, frunció su entrecejo y terminó clavando sus ojos en mí.
—¿Vais a pasaros toda la noche sentados?
Señaló los taburetes. Mi contestación fue mover la cabeza muy poquito en señal afirmativa, pero Albert volvió a ser el hombre serio de siempre y ni le contestó. Lily hizo una mueca con sus labios, dándonos por perdidos, y desapareció por donde había venido para seguir con su juerga particular. Un rato después, el aburrimiento me pudo y decidí dar por concluida la fiesta y aquel sinsentido de silencios por parte de los dos. Dispuesta a marcharme a mi habitación, me levanté.
—Cuando te fuiste al hogar de Pony, yo regrese a Escocia, el Rey George V me confirió el tratamiento de Su Alteza Real y me nombró Duque de Edimburgo, Conde de Merioneth y Barón Greenwhich. En cuanto pise suelo británico tú te convertirás en la Infanta Candice Ardlay por herencia.
—¿A qué viene esto ahora? —le pregunté extrañada.
—¿No me has preguntado por qué he aceptado aquella farsa? —Me contempló con mirada interrogante.
—Sí.
—Pues, hubo un escándalo que al principio se creyó era del Rey... el affaire que se habría prolongado entre 1918 y 1920, cuando el padre del príncipe Albert, el rey George V, tomó cartas en el asunto y obligó a su querido segundo hijo a cortar amarras con su poco apropiada amante..., la socialite australiana Lady Sheila Caroline Loughborough, reduciéndola a la condición de moneda de cambio a merced de la voragine política o la ambición de sus mayores. Un destino muchas veces cruel, pero para el que se las educaba desde la cuna. No tuve oportunidad, en las cartas solamente se nombraba el nombre de Albert. Y yo, en esos tres años había jurado lealtad a la corona.
Albert, el ejemplo del silencio y hermetismo, abrió su boca para mantener una conversación. Increíble.
—¿Príncipe Albert? — ¡Lo de ellos era un Matrimonio concertado!... La virginidad de Isabel I de Inglaterra, los falsos embarazos de María Tudor o la no consumación de las relaciones entre María Antonieta y Luis XVI siete años después de su boda fueron algunos ejemplos que mi mente recordó de las preocupaciones que traían de cabeza a las altas esferas de sus respectivos reinos. La supervivencia de las dinastías era cuestión de Estado, y por tanto los enlaces, el sexo entre los contrayentes y su resultado eran igualmente problemas de Estado... aunado a las conversaciones que había tenido con Lily casi desde el primer día de haberla conocido...
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La más bella Herejía
FanficLa amante del Rey George V necesitaba urgente un esposo antes de ser colgada, Terry Grandchester hijo ilegítimo sería la presa que pagaría por ella en la corte, incluyendo la horca. No obstante Elisa planeó algo más drástico, con el apoyo de la tía...