Lily 3

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12 horas antes:

Llegué con mi equipaje y me encontré a Lily, que subía a un coche también. Me contempló con una sonrisa en los labios, aunque segundos después su gesto cambió e hizo una mueca de disgusto.
  —¿Cómo ha ido el día? —me preguntó con su habitual entusiasmo.
  —Bien —me limité a responder.
  No entendió mi escueta respuesta. Se lo noté en la cara.
  —No te he visto desde nuestra llegada, aunque... —dejó las palabras en el aire cuando elevó sus ojos por encima de mí. Movió la cabeza con un ademán un tanto extraño y me giré—. Ya veo dónde estabas.
  Pasó por mi lado; a mi parecer, enfadada. No
comprendí su actitud, así que me giré. Albert se aproximaba con paso decidido. Con el entrecejo fruncido, observó a Lily, que ni le dijo nada ni lo miró. Llegó a mi altura, sujetó mis caderas con posesión y bajó su rostro hasta que rozó el mío. Me separé con rapidez al percatarme de que alguien salía de las boleterías de al lado y, lanzándole un fugaz vistazo, lo regañé:
  —¡¿Estás loco?! —musité, dándole un golpecito en el pecho.
  Él sonrió. ¿Por qué sonreía tanto? ¡Él ya nunca se reía!
  —No hagas que te conteste a esa pregunta, o tendremos que pedir que retrasen todo hasta dentro de dos días más.
  Se acercó de nuevo, lo que me obligó a colocar mis manos en su pecho para detenerlo. Hizo un gesto de desagrado al haberlo separarlo, pero lo comprendió cuando enfoqué mi vista en el hombre que, malhumorado, bajaba los escalones de la planta con paso firme.
  —Ahora vuelvo. —Me aparté de él y salí disparada escaleras abajo, hasta que me detuve a su lado—. ¡Lily! —No me miró—. ¡Lily, espérame! —A punto de echar los pulmones por la boca, la alcancé, sorprendida por su comportamiento—. ¿Qué mosca te ha picado esta mañana? ¿Ha ocurrido algo con Albert que no sepa? —Cerró la puerta del coche con impaciencia y sin mirarme, y mucho menos responderme, pero eso no fue impedimento para que volviese a la carga—: Lily, ¿ha sucedido algo? —Puso su mano sobre el marco, toqueteándolo mil veces más, momento en el que coloqué una de mis manos con delicadeza sobre las suyas. Me miró. Sí, estaba enfadada —. ¿Vas a contestarme? —le pregunté muy bajito.
  Soltó un fuerte suspiro y después se pasó las manos por el pelo con nerviosismo. Abrió la boca, aunque volvió a cerrarla de la misma forma, pensándose bien lo que iba a decirme. Por un momento, tuve miedo de su respuesta. Miedo de que me hiciese daño.
  —Los dos sois mis amigos, pero... —Negó con la cabeza—. Albert tiene muchas cosas a su espalda y cosas grandes, Candy. Cuando lleguemos a Londres, me dirás si la decisión que has tomado de compartir una sola noche con él ha merecido el sufrimiento que tendrás después. No eres una niña. No quiero que sufras, y me enfada ver el comportamiento que está teniendo contigo ahora. Ahora —recalcó.
   Abrió la puerta y entró con decisión, lanzándome una última mirada que no supe descifrar. Era de... ¿preocupación? Sin poder pensar en una respuesta razonable bajo su repentino arranque, me quedé observándola mientras el coche arrancaba y la perdía de vista.
  ¿Qué le había pasado para ponerse de ese modo? Y lo peor, ¿por qué me había dicho aquello?
  Veinte minutos después, sin rastro de Lily, que pareció que se la había tragado la tierra, salimos del puerto hacia donde los respectivos choferes nos esperaban para llevarnos a Londres.

Albert sujetó mi codo, tirando de él, y ese gesto ocasionó que recordase cada parte de mi cuerpo, que llevaba grabado sus caricias desde el día anterior, provocando que me estremeciese.

  —¿Cuándo volveré a verte Candy?

  Su cercanía me confundió, pero su tono lo hizo más aún. No llegó a ser una súplica, aunque poco le faltó para rozar la desesperación.
  —¿Cuándo tendrás una conversación normal conmigo? ¿Cuándo sabré algo más de ti? Algo que no tenga nada que ver con el sexo. —Se quedó pensativo—. Albert, lo mejor es que dejemos las cosas como están y...
  No sé por qué esas preguntas me salieron como si nada, aunque, en cierto modo, ¿qué sabía ya de él? Que se manejaba en la cama de forma bestial, que era mi padre adoptivo, que era el tío abuelo William, Mi príncipe, Duque de Edimburgo, Conde de Merioneth y Barón Greenwhich.—que por aquel momento ya estaba casado — y que disponía de una enorme dinastía. Listo. «Perfecto resumen», ironicé mentalmente.

  —Si no vuelves a mi tú, lo haré yo. Y, esta vez, nada me frenará.

Sus ojos me traspasaron. Miró mis labios con decisión, y cuando pensé que me besaría hasta desfallecer, que me diría que se vendría conmigo al fin del mundo y todas las demás tonterías que solo pasaban en los libros, se dio media vuelta y se marchó, dejándome desconcertada.
  Durante el trayecto a Londres, mi cabeza dio tumbos de un lado a otro, rememorando cada escena vivida. Me toqué los labios de manera involuntaria e intenté cerrar los ojos en más de una ocasión para poder descansar y recuperar el sueño acumulado, pero me fue imposible. En mi mente solo aparecía un hombre; un indescriptible hombre que robaba mi aliento y despedazaba mi alma poco a poco.
  Cabizbaja, recogí mi bolso y fui hacia la salida. Al abrirse las puertas, me encontré con George y la tía Elroy. Miré a la única persona a la que le confiaría mi vida, y noté que mi labio comenzaba a temblar, mis pies se frenaban quedándose en medio de una marabunta de gente y mis ojos se llenaban de lágrimas; de nevitables e incontrolables lágrimas.
  George me observó preocupado y, con cautela, dio un paso en mi dirección. La tía abuela lo contempló sin comprender nada. Antes de que pudiera reaccionar, George avanzó sin esperar mi permiso. No necesitamos palabras, no necesitamos nada. Porque cuando sus brazos rodearon mi cuello, un llanto desgarrador inundó mi garganta y de mis ojos manaron incesantes lágrimas.
  En silencio, nos dirigimos al aparcamiento de la casa real. La tía abuela me contemplaba con una expresión de preocupación latente, sin atreverse a pronunciar una sola palabra. George Abrió el maletero y dejó el equipaje. La tía abuela se colocó en el asiento trasero del coche sin quitarme los ojos de encima.
  —¿Quieres decírmelo Candy? —me preguntó, dándome un leve apretón en la mano.
  Asentí. Me sorbí la nariz e intenté limpiar las gotas saladas que mojaban mis mejillas.
  —No sé qué voy a hacer...
  —Has estado con él.
  No era una pregunta, no, sino una afirmación. Con el nudo en la garganta, volví a asentir, tratando de serenarme para poder explicárselo; aunque no eran necesarias las palabras, pues no era tonta y sabía a la perfección a qué se refería con aquella pregunta.
  —La miré con los ojos brillantes mientras escuchaba que George suspiraba exasperado. Él también lo sabía todo—. He intentado, de verdad, ignorarlo, pero no he podido. No he podido... —repetí como un mantra cuando las lágrimas cayeron de nuevo—. Sé que pensaréis que soy una..., pero es que no lo entendéis...
  Lloré.
  No dije nada más porque, aunque George no se pronunciase, sabía que no lo hacía por los instintos asesinos que se creaban en su interior hacia Albert.
Al principio, juro que temblaba cuando veía a la tía abuela Elroy llegar. Sentía un pánico atroz que no me dejaba ni respirar. Pero después de la fiesta de compromiso de Elisa, ella era otra... Fijé de nuevo mis ojos en ella.—Después todo se torció. Sé que para él es, algo que no tiene importancia y que nunca llegará a amarme como yo lo hago. —Esas palabras pronunciadas de mis labios me dolían. Me dolían más de lo que jamás pude imaginar—. Pero... ¿qué hago? ¿Me conformo con ser la otra?, ¿la que nunca verá con otros ojos?... La que nunca podrá amar...
  Mi última frase fue tan desgarradora que me vi obligada a dejar de hablar. La tía abuela Elroy, como único consuelo, me estrechó entre sus brazos e intentó que, de alguna manera, el malestar de mi cuerpo y todo el dolor interno que sentía menguasen.
  Y no lo consiguió.
  Nada lo conseguiría.

La más bella Herejía Donde viven las historias. Descúbrelo ahora