Osborne House

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Caroline lo había conseguido, puesto que el rey enviaba a por ella la primera noche de su retorno a Londres.
Aquel hombre alto y moreno era un soberano y por consiguiente, digno de ella. Y tan despreocupadamente apasionado como ella, aunque en lo demás su carácter no podía ser más opuesto, porque era tolerante, de humor llevadero y la persona más campechana de la corte. Con todo, al notar que los reales ojos se fijaban en ella Caroline supo mostrarse dulce y consentidora. Fingióse sorprendida de que él quisiera seducirla; le recordó que con ello ofendería sobremanera a su esposo; titubeó y tembló, pero se las arregló para disponer de tiempo más que suficiente durante su visita a Osborne, de manera que el rey no sólo se convirtiera en su amante, sino que además se aficionara a la satisfacción incomparable que resultaba de la gran sensualidad de ella y de su total abandono al placer, satisfacción que, como ella misma había comprendido perfectamente, pocas mujeres podrían darle en tal medida.

Cuando compareció ante su presencia Caroline se postró a sus pies, consciente de que su belleza no sólo no había mermado sino que era incluso más espléndida. Su vestido era magnífico y sus cabellos de rizos rubios caían en cascada sobre los hombros. Los ojos del rey cobraron una expresión cálida al contemplarla.
—Mucho me complace que hayáis acudido a saludarme —dijo.
—El placer es de la más leal súbdita de vuestra majestad al hallaros en vuestra patria.
—Alzaos, señora De Edimburgo —se volvió hacia los circunstantes—. Debo agradecer a esta dama un trato muy benevolente... sumamente benevolente —repitió haciendo eco a sus propios recuerdos.
—Celebro que vuestra majestad se digne recordar mis humildes servicios.
—Los recuerdo tan bien, que deseo aceptéis cenar conmigo esta noche.
¡Aquella misma noche!, pensó Caroline. La noche en que todo Londres cantaba a voz en cuello la bienvenida, la primera noche de su retorno a la capital, la noche en que se disponía a recibir adhesiones y parabienes junto con las muestras de la más jubilosa acogida que se hubiese dispensado nunca a un rey de Inglaterra.
En aquel mismo instante se escuchaban los cánticos a orillas del río, y los gritos alegres de ¡larga vida al rey!, ¡un brindis por su majestad!
Y allí estaba su majestad, los negros ojos soñolientos alumbrados de pasión e incapaz de pensar en nada más urgente sino en ir a cenar con Lady Caroline.
—Así pues, ¿cenaréis conmigo esta noche? —preguntó el rey.
—Vos lo mandáis, majestad.
Al levantar la mirada en aquel instante triunfal vio en el séquito del rey a uno que hizo latir más aceleradamente su corazón.
El príncipe Albert tendría que lamentar su estupidez y arrepentirse de ella muchas veces, por haber creído que una duquesa podía ser una proposición más ventajosa. Caroline se preguntó cómo andaría en su nuevo matrimonio, pues había cometido la osadía de contraer nuevas nupcias mientras estuvo en Holanda, ¡casarse sin consultarla a ella! Le deseaba todo el mal que tenía merecido. Se preguntaba cómo la muchachita ingenua que era lady Elizabeth Butrón se las arreglaría para tener satisfecho a un hombre como el príncipe Albert. Si lady Elizabeth, criada en el amoroso ambiente del hogar de sus padres, el duque y la duquesa de Ormond, creía que todos los matrimonios eran como el que formaban sus progenitores, ¡pronto iba a salir de su error!
En cuanto al príncipe, siguió pensando Caroline al tiempo que consideraba las posibilidades de la inminente cena a solas con el rey, que no creyera que ella había acabado con él todavía.
Los cortesanos la miraban con descaro. Desde luego el rey había traído consigo los modales alemanes. No escandalizaba lo más mínimo que él la exhibiese como amante suya en presencia de todos. Al contrario, en Alemania el honor más grande a que podía aspirar una mujer era que el rey quisiera hacerla favorita suya.
Su boda sería en la tarde siguiente y su esposo, que parecía más un hermano, ni bien llegó a Inglaterra comenzó a trabajar.
Mejor para ella.

Bien entrada la noche, la fiesta continuaba. Todo el palacio de Osborne, que ocupaba más de media milla a la vera del río, resonaba con el griterío de los jubilosos ciudadanos y con las músicas de las barcazas del Avon. El resplandor de las hogueras se reflejaba en las ventanas y por las calles, los copleros populares seguían desgranando el romance del regreso del monarca, que no es cosa que ocurra todos los días.
La galería de mármol separaba las habitaciones reales de las del resto de sus súbditos y por orden expresa suya, la alcoba nupcial se había instalado en una habitación con grandes ventanas que daban al río. Le agradaba acercarse a una de aquellas ventanas y contemplar el paso de los navíos, lo mismo que cuando era un muchacho y, tumbado en la orilla, mataba las horas viendo pasar los veleros.
En la pequeña cámara llamada el Cerrado del Rey, de la que sólo él mismo y el príncipe Albert tenían llaves, guardaba sus más preciados tesoros. El monarca era un amante de la belleza en todas sus formas: las pinturas, las joyas y naturalmente también las mujeres, y ahora que había dejado de ser un escándalo impecune coleccionaba también retratos de los grandes artistas de su juventud. Tenía cuadros de Holbein, Tiziano y Rafael, y además arcones y cofres constelados de piedras preciosas, mapas, jarrones así como la colección más querida de todas, excepto quizá la de barcos en miniatura, sus relojes de péndulo y de bolsillo. A todos les daba cuerda personalmente y muchas veces desmontaba uno de ellos por el mero placer de volverlo a montar luego. Amaba el arte y los artistas, y se había propuesto hacer de su corte un remanso de paz para ellos.
El rey escuchaba los sones festivos y se alegraba, pero no les dedicó más que una atención pasajera. Pensaba que aquellos mismos que le daban a voces, estuvieron seguramente entre los que años atrás pedían la cabeza de su padre. George V no confiaba mucho en las aclamaciones de la plebe.
Sin embargo, era bueno para Caroline hallarse otra vez en casa, volver a su rey, y nunca más en America y errabunda.
Estaba en su propio palacio, en su cama. Y a su lado, la mujer más perfecta de las que su buena fortuna le hubiese permitido enamorar nunca. Caroline, bella y amorosa, de pasión inagotable: la amante perfecta para un retorno perfecto.
Por la parte del reloj de Londres, en el parque, se alzaba todavía el griterío de los juerguistas rezagados:
—¡Un brindis por su majestad!
Sonrió, no sin melancolía, mientras se daba otra vez la vuelta hacia Caroline.
Ahora su hermosa y joven amante.

La más bella Herejía Donde viven las historias. Descúbrelo ahora