Capítulo - 15 La sorpresa de mi visita

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Llegué al pueblo sobre las cuatro de la tarde; tuve que cruzar prácticamente todo el centro. La casa donde vivían mis padres estaba situada a las afueras, a unos diez kilómetros, y le rodeaba una arboleda. Detrás de ella y a los lejos se distinguía una cascada que bañaban altas rocas hasta su caída a un río. Cerca de allí, a un cuarto de hora en coche, vivían unos granjeros con ganado. Eran conocidos de mis padres, con los que le unían una relación de amistad muy agradable. La casa de mis padres era grande; tenía doble altura y sótano. No disponía de garaje, pero tenía suficiente espacio en el exterior como para estacionar varios vehículos.

Llegué y aparqué junto a la camioneta de mi padre, que la tenia al lado de casa, a la sombra de un gran árbol que rondaba cerca. Aparqué sin hacer demasiado ruido, ya que mi intención era darles a mis padres una agradable sorpresa. Salí del coche y me dirigí hasta la puerta de entrada. Por ahí fuera no se veía a nadie; supuse que estarían dentro, pues no hacía tiempo como para estar contemplando las nubes: corría un aire helador. Pensé que estarían al calor de la hoguera de la chimenea. Me acerqué, subí los peldaños que había delante de la puerta de casa y llamé al timbre. Permanecí a la espera. Al cabo de unos segundos abrieron la puerta. Salió mi madre. Llevaba el pelo recogido con una pinza y una bata de estar por casa. En una mano portaba un plato y en la otra un paño de cocina. Iba secándolo. Supuse que estaba recogiendo la vajilla. Ella iba tan concentrada en el secado del plato que no se percató de que era yo. Unos segundos después subió la cabeza y me miró.

—¡Hola mamá! —la saludé.

Ella se quedó por un momento paralizada, me miraba blanca, helada. Se le cayó de las manos el plato al suelo y éste se rompió en mil pedazos. Reaccionó con el ruido del chasquido. Me miró más directamente y gritó mi nombre:

—¡Araci!

Acto seguido se echó a mis brazos y me besó continuamente.

¡Hija mía, qué alegría me das!

Continuaba besándome por varias veces mientras repetía:

—Mi niña... Mi niña...

—Ya vale, mamá, me vas a desgastar la cara.

—No te la desgasto, no.... Pero pasa, hija mía... Pasa, no te quedas ahí.

A continuación, llamó a mi padre en voz alta:

Kevin, cariño, ven. Mira quién ha venido.

Mi padre salió al poco. Estaba abajo, en el sótano; él trabaja ahí. Tiene una pequeña clínica privada donde recibe a los vecinos del pueblo cuando enferman. Mi padre es médico y un gran hombre. Generoso y muy cariñoso, es alto y recio de constitución. Sus cabellos son oscuros como los míos, pero ya se le intuyen algunas canas. Sus ojos son morrones y lleva una perilla que le cubre su rostro. Vestía con un jersey de lana con cuello a pico, una camisa por debajo y un pantalón de pinzas.

Al llegar y verme me abrazó con tanta fuerza que creí que me crujirían todos los huesos. Se limitó a decir:

—Te hemos echado de menos todo este tiempo. Ven, sube. Tu dormitorio está como lo dejaste.

Recogió el bolso de viaje que había dejado en el suelo, delante de la puerta de entrada, y lo subió a mi dormitorio. Mi madre y yo le seguíamos muy de cerca.

—¿Cómo no me avisaste diciendo que venías unos días, hija? Ahora tengo tu dormitorio sin preparar. Habrá que poner ropa de cama limpia y...

—No te preocupes, mamá, ya me encargo yo.

El dormitorio era muy humilde y acogedor. Contenía un viejo armario de madera a un lado del cuarto, con una mesilla de noche junto al cabecero de la cama donde se suponía que iba a dormir. A sus pies había una mesa de escritorio con mi antiguo ordenador, una cómoda, una silla de madera y unos estantes colgados en la pared con libros.

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