guerras

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Una vez conocí un soldado.

No me contó en que guerra había estado, de que país venía, no me dijo ni su nombre.

Me fijé en sus ojos, esperaba encontrar en ellos determinación, esperanza, fuerza.

Pero no fue así.
En la mirada de aquel hombre había un brillo diferente, no era tristeza, sino cansancio.

Tampoco eso quería decir que sus ojos estuvieran muertos, seguía en ellos una delicadeza y un amor impensable para quien ha visto centenares de cuerpos en una pila.

Pero ahí estaba, el brillo de quien sigue vivo.

Le pregunté porqué, porqué había tomado ese camino.
Tardó unos minutos en responderme, cuando lo hizo su voz sonaba áspera, pero parecía como si quisiera suavizar su tono.
Creo que intentaba no asustarme.

Me dijo que no había sido una decisión, que tan solo había hecho lo que su cuerpo le pedía.

Rabia, rabia y dolor, sangre, mucha sangre.
Arena en la piel, en los ojos, quemaduras y moretones causados por el retroceso repetido de las armas de fuego.
¿Eso es lo que te pide el cuerpo?, le pregunté.

Con el corazón en las manos y la voz más rota que nunca me dijo que sí.

Me senté con aquel soldado en un banco, y toda la escena parecía sacada de un sueño.
Nos rodeaban árboles y vegetación, y tan solo el camino por el que habíamos venido dejaba rastro de la manipulación del ser humano en el entorno virgen.

Seguí hablando con el soldado, y me contó más cosas, como que estaba enamorado o el nombre de sus mejores amigos. Incluso quien era su escritora favorita.

Me di cuenta a medida que el sol se ponía, que aquel no era un soldado, era un humano con un traje militar.
Tendemos a olvidar que por soldados que sean, siguen siendo personas.

Seguía siendo igual que yo, en muchos sentidos.
Y eso le dije. Somos iguales, le susurré.

Se rio y me miró, con unos ojos que de pronto entendí a la perfección. Él también se había dado cuenta.

Me contestó que sí, que él también lo creía.

Al caer la noche, el soldado se fue.

Le vi alejarse y llevarse sus botas verdes sobre el camino de tierra por el que habíamos llegado.

Se fue y se llevó todas su guerras con él.

Sus guerras, las que llevaba dentro.

Su enemigo eran la arena y el fuego que sus propios sentimientos le hacían vivir insaciablemente.
Su cuerpo no trasmitía cansancio.
Sus ojos, sí.

Somos iguales, me gritó por última vez, y noté en él un tono de esperanza leve y una sonrisa inconfundible, antes de que desapareciera por completo.

Ambos llevamos la guerra escrita en los ojos.

-lunn🍓

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