rastrero y repugnante

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Sus zapatos de media punta (🩰) se arrastraban por el suelo sucio de la calle, tiñendo la delicada suela rosa de un gris rastrero y repugnante.

A ella le daba igual, sus ropajes, que habían danzado de manera deslumbrante en tantos escenarios, moldeaban su cuerpo ante el frío, uno que ella ya no era capaz de sentir.

Nadie se acuerda de mi, pensaba.

Había volado tan alto que las mentes que le venían detrás la perdieron de vista.
Ni siquiera los profesores sabían que hacer con ella: La bailarina prodigio.

Sus años de baile habían alumbrado a incontables chicas a descubrir el mundo de los pliés y el relevé, pero eso solo le traía una rabia incontrolable que no sabía como explicar, nadie jamás era capaz de entenderla.

Quieren ser como yo pero no quieren escuchar quien soy.

Era como hablar otro idioma, pensaba.
Era como pilotar un avión que sobrevuela ciudades enteras, pero que no puede aterrizar, suspendido en el aire hasta el fin del mundo.

Su belleza, su gracia a la hora de moverse en los escenarios y su desmedida inteligencia habían hecho de ella un ser incomprensible, alguien a quien por más que quisieras acercarte, jamás comprenderías al completo.

La manera más fácil de quererla era entender a no entender, sopesar la curiosidad y admirar, admirar como quien admira una obra de arte.

Admirar desde la distancia y con un cristal de por medio, si hace falta.

La admiración es una forma de amar, pienso yo.

Pero ella no quería ser admirada, la habían admirado tantos ojos que más de una vez se había tenido que asegurar de que aún llevaba la ropa puesta, y aún así nadie la había entiendido.

Solo habían conseguido despojarla de su humanidad, convirtiéndola así en un objeto de glorificación.

Ella quería ser amada, amada como quien abraza un volcán de fuego sabiendo que no va a quedar en él ningún rastro de humanidad.

Era egoísmo, en cierta manera, ella quería que alguien le recordara que estaba viva, que aún tenía cosas por aprender.
Y necesitaba que esa persona abrazara el volcán aún si eso acababa siendo un suicido.

La otra forma de sentirse libre era la muerte, y la bailarina le había suplicado a esta piedad cada vez que sus majestuosos zapatitos de ballet se habían acercado demasiado al borde del escenario.

No me arrebates mi cuerpo aún, muerte.
No me prives de sentirme querida al menos una vez en la vida. No me confirmes que el dolor que siento es en vano.

No me digas que nadie me ama.

La bailarina siguió buscando a la persona que iría más allá que un cuerdo.
Busco un loco, le decía a sus espejos. Busco a alguien que no tenga miedo de subirse al avión conmigo.

La muerte admiraba cada paso que la bailarina daba, y con cada nueva pirueta de ella, la entendía un poco mejor.

La bailarina se fue deshaciendo como un puzzle, y cada pieza que entendía, la muerte se la guardaba para si misma, egoísta del único amor que jamás había tenido.

La bailarina estaba encantada de bailar para la muerte, y cada vez que buscaba sus ojos los encontraba posados en ella.

Quizás la muerte es el resultado de todos mis esfuerzos, quizás ella sea mi verdadero amor.

La bailarina se encontraba a sí misma deseando que la muerte la besara, que sus manos la acompañaran encima del escenario, se dio cuenta de que la muerte había sido su escape del dolor, que ya no sentía esa presión en el pecho que la obligaba a suplicar delante de los focos: La habían salvado.

La bailarina se dio cuenta de que empezaba a ser feliz, que se despertaba con una sonrisa desconocida o que le resultaba un alivio ir a bailar, y no una condición impuesta.

Más la muerte no sentía lo mismo.
Ella, que se enamoró de una alma que volaba más lejos que cualquier ser, notaba en la bailarina un aire muy... corriente.

El avión había bajado, y parecía haber encontrado un aeropuerto.

Esto no le hizo mucha gracia, y tan pronto había llegado se fue, sin a penas preocuparse de aprenderse el nombre de la bailarina.

La bailarina bailó y bailó pero la muerte ya no oía sus lamentos, y ella, devastada cayó rendida en el escenario, una vez más.

Ahora que soy feliz, ahora que te quiero te alejas, murmuraba la bailarina para si misma.

Tanto tiempo pasó que ya nadie veía sus actuaciones, nadie se acordaba de su nombre, y nadie jamás volvería a rememorar las noches de pasión donde la bailarina escogía el dolor por encima de la ingenuidad, donde prefería saber a morir feliz.

Ahora, sus zapatos de media punta se arrastraban por el suelo sucio de la calle, tiñendo la delicada suela rosa de un gris rastrero y repugnante.

The black swan, Sherlock (BBC) y una buena amiga han inspirado esta historia corta, gracias por leer! 💗
-lunn🍓

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