CAPITULO 10

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Win inhaló el aroma a mar y a geranios en flor. Estos últimos alegraban con su color rojo la última casa pintada de color blanco del pueblo.

–Me gusta la sorpresa.

El puerto salpicado de pequeñas barcas pesqueras, el sol reflejándose en el agua del mar y la sensación de pasear de la mano con Bright eran el broche perfecto para aquel día.

–Nunca había estado aquí.

Bright lo miró a los ojos y sintió calor en el pecho.

–Me alegro de haber podido traerte a un lugar nuevo, aunque esto sea solo una parada. La sorpresa es mañana...

Oyeron un grito, tal vez de una gaviota. Win se giró y no vio nada. Fue Bright quien los descubrió, al final de las escaleras del puerto. Win se dio cuenta entonces de que se trataba de un niño. Un niño pequeño, de ojos grandes y brillantes, con heridas en las rodillas. A su lado, una niña, algo mayor, lo reprendía por haber saltado de las escaleras.

–Te dije que no lo hicieras. Todavía no eres lo suficientemente grande.

Bright se agachó delante de ellos, se presentó y los hermanos le contaron que se llamaban Costa y Christina. Él se mostró amable, pero directo, y Win tuvo la sensación de que su intervención había evitado algunos llantos.

Bright le preguntó a Costa si podía ponerse en pie. El niño se incorporó, pero haciendo muecas de dolor.

–Estoy bien –aseguró, parpadeando con fuerza.

–Ya lo veo –le respondió Bright–, pero te va a costar subir las escaleras.

–Tengo que llamar a mamá –intervino la niña–. Le dije que estaríamos jugando fuera mientras ella le daba de comer al bebé, pero...

–No hace falta que molestes a tu madre –le respondió Bright.

–Os ayudaremos a subir las escaleras –propuso Win–. Yo soy Win y mi amigo Bright es muy fuerte. Puede llevar a Costa en brazos.

–¡No soy un bebé! –protestó el niño.

–Por supuesto que no –le dijo Bright–, pero está bien aceptar ayuda cuando uno la necesita. Win y yo vamos a invitaros a un helado, si es que los venden en alguna parte.

–Sí –dijo Costa, contento de repente–. Yo os llevaré.

–¡Costa! –lo reprendió su hermana–. No podemos. Mamá...

–Tal vez puedas ir a preguntarle a tu madre si os da permiso –le sugirió Bright–. Si nos enseñáis el camino, os invitaré a un helado como agradecimiento.

Unos minutos más tarde, después de que Christina hubiese desaparecido en la casa de los geranios para hablar con su madre, los cuatro se dirigieron a la tienda del pueblo. Christina le preguntó a Win de dónde eran y si les gustaba su isla, mientras Costa iba subido a los hombros de Bright, sonriendo y gritando.

Un rato después, se sentaron con los helados y hablaron de la isla, de su iglesia, de una enorme cueva subterránea y de la bahía.

Win conoció allí a un Bright nuevo, cuya paciencia y buen humor con los niños la intrigó.

–¿En qué estás pensando? –le preguntó este a Win cuando ya estaban solos, dirigiéndose hacia la lancha que los llevaría de nuevo al yate.

–En ti con esos niños. No te había imaginado con niños.

A él se le congeló la sonrisa en el rostro.

–Es normal. No pretendo tenerlos.

La advertencia era clara. Parecida a cuando había afirmado que jamás formaría una familia.

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