Unas vacaciones con pizza

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Lo interesante de mi abuela Rosie, nunca fue lo que todos creían

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Lo interesante de mi abuela Rosie, nunca fue lo que todos creían. En Veracruz, todos la ubicaban como la señora que platicaba en la plaza. Platicaba largo y tendido con todos los transeúntes, les contaba hermosas y mágicas historias que ellos nunca habían escuchado, por eso la conocían como "la señora de los cuentos". Pero eso no era lo más especial de mi abuela.

Si tenías el tiempo suficiente para conocerla (aunque no creo que algo como eso pueda contenerse en el tiempo-espacio), sabías que ella tenía una colección de amuletos enorme con significado para cada uno; que los vestidos que guardaba, los había bordado ella misma y que se rumoraba que había recorrido toda la República Mexicana con nada más que su morralito y dos pares de huaraches.

También había buenas historias, de otros habitantes del pueblo, que aseguraban que Rosie les había ayudado en muchas cosas a lo largo de su vida. Desde enseñarles a cosechar, hasta formar refugios para los impetuosos deseos de la naturaleza que azotaban la playa.

Sin embargo, a pesar de todas esas cosas, yo creí que nada de eso era lo más especial de mi abuela. No podía descubrir a ciencia cierta qué era hasta que tuve ese viaje de verano.

Mi papá siempre hablaba bien de la abuela Rosie. La quería mucho, la visitaba siempre que podía, aunque no todo el tiempo nos llevaba con él. Nos decía que era muy difícil seguirle el paso, además de que resultaría muy caro viajar todos juntos hasta allá. Mi mamá no se quejaba, en realidad ella no amaba demasiado la playa, no podía comprenderla, porque en verdad la playa es de esos lugares que tienen que ser descifrados. Sitios para sentirse con el alma.

Carol, mi hermana, había estado insistiendo todo el ciclo escolar con que quería ir a Nuevo León a visitar a nuestra prima Tere. La hermana de mi madre tenía una casa preciosa en Monterrey, con una piscina tan bonita que parecía de una película. Mi hermana tiene quince años y dicen que uno puede disfrutar mucho más de esas cosas cuando se es mayor. Al menos eso es lo que me dijeron cuando mis padres me sentaron para explicarme por qué solamente mamá y Carol se irían con la tía Esther.

—Nosotros también iremos de vacaciones, pero a un lugar mucho mejor —me dijo papá cuando me vio sentada afuera de la casa, con el ceño fruncido y la fiel convicción de que no me habían invitado simplemente porque no querían hacerlo—. Vamos, mi pequeña, no quiero que estés triste.

Hubiera deseado que Carol actuara como papá, pero en vez de eso se la pasó presumiendo de su futuro viaje. Me dijo que Tere le había invitado a todas las mejores plazas comerciales de la zona, que comprarían ropa nueva y la llevaría a un restaurante japonés buenísimo.

Papá aún no me revelaba el destino para aquel entonces, así que armé un berrinche terrible cuando mamá y Carol se estaban yendo con sus maletas. Mamá no me decía nada, siempre se había llevado mucho mejor con mi hermana. Probablemente porque con ellas tenían mucho más en común. Yo tenía diez años y no tenía demasiado que ofrecer. Siempre me sentía un estorbo en mi propia casa, excepto cuando estaba papá, pero eso no era muy seguido.

Pasó una semana completa, el verano ya había iniciado y yo no hacía más que jugar con los carritos de cuerda que tenía en el cuarto. Me los habían regalado en la Navidad anterior y me gustaron mucho, pero ahora no eran los mejores acompañantes. Quería hablar con alguien, tener unas vacaciones como todos los demás.

Fue un jueves que estaba muy caluroso. Ya estaba rendida en pensar que lo que me había dicho era cierto, me habían dejado a propósito. Así que junté un par de sillas para hacer un fuerte, con un pequeño ventilador de bolsillo adentro, con la intención de no morir derretida; y de desaparecer, aunque fuera por un momento.

—¡Angie! ¡Angie! —gritó papá en cuanto llegó a la casa.

Me quedé sentada en el fuerte, porque no tenía intenciones de comer una pizza más, como lo había hecho desde que estábamos los dos solos; pero escuché que volvió a llamarme con ese tono que usaba cuando la noticia era realmente buena.

—¿Lista para las vacaciones? —Se colocó un snorkel azul oscuro y abrió los brazos como si yo pudiera leer la respuesta en su rostro—. Vamos donde la abuela Rosie.

No sabía exactamente qué sentir. Tenía una mezcla de emociones. Hacía mucho que no visitaba a la abuela Rosie, por lo mismo es que no recordaba si esa sería una buena o una mala experiencia. Sin embargo, en ese instante no tenía muchas opciones, así que levanté finalmente mi sonrisa y abracé a papá.

—Por cierto, hoy traje hawaiiana, está en el coche.

*ೃ༄

Nunca había preparado mi maleta sola, mi madre siempre me había ayudado, pero suponía que ya era momento de crecer. Saqué mi pequeña mochila y metí todo lo que creía necesario en ese momento: juguetes, pelotitas, chicles y dulces y uno que otro pantalón y playera. Eso sí, guardé con mucho cuidado mi traje de baño, porque tenía un tiburón en la parte de enfrente que abría su boca y no quería que se dañara. Me encantó cuando lo vi en la tienda, aunque Carol se hubiera burlado cuando me vio tan emocionada.

El viaje en carretera me parecía siempre de lo más ameno. El viento en mi pequeño cabello, un poco de música que papá y yo elegíamos juntos y un buen cargamento de pizza para acompañar todo.

Platicábamos de muchas cosas, como de la escuela, de lo que me gustaría ser de grande y de los cuentos que más me habían gustado cuando fuimos a la Feria del Libro. La verdad es que no tenía la costumbre de leer, pero me gustaba ir a esas ferias para que los cuenta cuentos me leyeran todo tipo de fábulas.

Nos detuvimos varias veces durante el camino. Hubiera preferido que lo hiciéramos en esos restaurantes tan bonitos que lucían a la orilla de la carretera, pero papá me había dicho que eran más baratas las pizzas que traía y él, seguramente, sabía mucho más.

Me quedé dormida en un momento del viaje, pero desperté al poco rato porque mi cabeza chocó con suavidad contra el vidrio. Me pasaba cuando había una curva y mi cuerpo estaba suelto. No quise hacer mucho movimiento para que mi padre no supiera que estaba despierta. Pensaba que, aunque estuviera manejando, él también necesitaba un rato de silencio en nuestras conversaciones.

Miré disimuladamente las estrellas en el cielo. Sabía que estábamos lejos de nuestro hogar, porque ahí no puedo verlas. Siempre que me sonríen, me da la impresión de que me encuentro en una tierra completamente lejana, como en un cuento. Me acurruqué mejor en mi asiento y volví a perderme en los sueños. Muy probablemente, cuando despertara, ya estaríamos con la abuela Rosie.

 Muy probablemente, cuando despertara, ya estaríamos con la abuela Rosie

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Los errantes cuentos de Rosie Rodríguez ✨Donde viven las historias. Descúbrelo ahora