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La oscuridad acecha en el bosque.
¿Podrá Caitán deshacer la maldición sin perder su corazón por el camino?
¿Y qué pasa con Gabriel, el misterioso hombre de ojos canela?
Caitán trabaja como veterinario en un pequeño pueblo, todo en su vida...
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Me arrastro entre la maraña de malas hierbas que separan el pueblo del pazo Arcanova. El humo cubre la bóveda celeste y apenas se pueden distinguir las copas de los árboles que todavía quedan en pie.
El murmullo de las ascuas llega hasta mí en cuanto consigo salir del zarzal. La enorme mansión de piedra yace en la penumbra, con sus ventanas destrozadas tras el gran incendio. Todo el pasado que guardaba se ha perdido para no regresar. ¿Qué sucedió entre aquellos muros? ¿En qué punto Lucien Arcanova se volvió loco? ¿Cómo cojones voy a encontrar a los demás en medio del bosque en plena noche?
Bordeo el pazo por el lateral izquierdo y un mareo me sobreviene. Poso una mano en la columna que sostiene una parra y contengo una arcada. Tomo aire un par de veces, pero está tan lleno de hollín y humo que no me siento nada aliviado.
—Debo purgar el mal —dice una suave voz a mi espalda. El odio vibrante que desprende impide que pueda mover mis pies—. Si limpio la sangre de Orballo, el dios del bosque se calmará.
Lluvia se halla de pie entre los rosales calcinados. En su mano porta un viejo cuchillo y su cara está manchada de sangre fresca. La camisa permanece entreabierta, revelando unos vendajes apresurados.
Este montón de mierda bien podría haberse muerto.
Se mueve un par de pasos hacia mí. Retrocedo. De pronto, se abalanza con una velocidad que no esperaría en un hombre tan mayor. Alza el arma para rebanarme el cuello.
Si no te apartas, vas a morir. ¡Muévete, Adán!
Un latido.
Esquivo hacia la izquierda y tropiezo con los restos de un árbol. Lluvia aprovecha el momento para propinar un golpe que me derriba.
Necesito algo con lo que pegar.
Pone el pie sobre mi espalda e intento incorporarme, sin éxito. Hunde el cuchillo en mi pierna. Clavo las uñas en la tierra y rebusco a tientas algo con lo que defenderme.
Una imagen invade mi mente hasta el punto en el que ya no puedo ver nada más que un recuerdo que no me pertenece. Contemplo con impotencia las pequeñas manos ensangrentadas de una niña. Fue la última Arcanova en morir.
—¿Por qué? —gruño escupiendo la tierra que se empeña en meterse en mi jodida boca.
—Porque los extranjeros son los culpables de que nuestro pueblo haya caído en la desgracia. Los Arcanova trajeron a Brétema y la corrupción.
Me entra la risa. Este hombre no entiende nada. No quiere entender. Lluvia agarra mi cabello y alza mi cabeza. El filo del cuchillo está absurdamente caliente y apenas lo siento cuando roza mi piel.
Una lechuza se encuentra posada en una de las columnas rotas que bordean el patio del pazo; me mira tras sus brillantes ojos. Tiene las alas de un color marrón claro, con unas manchas de un tono caoba, el resto del plumaje es blanco como la luna que intenta asomarse tras la humareda.
